El asfalto de la gigantesca explanada de La Marina Sur, ocupada por cuarenta mil pies, todavía irradiaba el calor de la bestia africana cuando, pasadas las diez de la noche, Estopa salieron al escenario. Se tocaron mutuamente la nariz, saludaron al respetable, David abrió la boca y la temperatura subió dos grados más. Todo por el aire. Venían con intenciones pirómanas a presentar Fuego, su último disco. Después de los aplazamientos pandémicos, el sofocón y el ansia festera, la peña parecía empapada en gasolina en lugar de en sudor. Y claro, fue arrimarles la candela de “Tu calorro” y aquello se incendió como la misma estopa. El griterío, las palmas, la priva, los coros y la flama acumulada durante la tarde no contribuyeron a bajar la temperatura ni falta que hacía. Allí se fue a darlo todo y a celebrar los más de veinte años de carrera de aquellos dos hermanos que se dejaron la fábrica para cumplir su sueño de convertirse en estrellas del pop.

David y Jose son conscientes del cariz emocional de esta gira y tiran de clásicos, de aquellos temazos que, al filo del cambio del milenio hicieron bailar a todo quisque con su rumba revitalizada, callejera y suburbial. Después del bochornoso intento de resurrección del género en el artificial y fatuo ambiente olímpico barcelonés, esta pareja otorgó su propia autenticidad de clase obrera, temáticas comunes, comprensibles y compartidas, quitándole teatro y colorines noventeros, pero también talego, palos, fugas, puñaladas, tiros, heroína y marginación, ítems que convertían los discos de las décadas anteriores en sobreactuadas páginas de sucesos. A cambio, los Muñoz añadieron sentido del humor, desparpajo y simpatía postadolescente, con un lenguaje digno y divertido a la vez, sin abandonar el ritmo, la pasión y el respeto por lo orígenes.

Y es que en el espectáculo del sábado por la noche hubo sitio para las percusiones norteafricanas, para la rumba catalana genuina de los gitanos de Gràcia, para la maravillosamente contaminada por el carácter caribeño de Gato Pérez, para el flamenco renovador de José Monge y Enrique Morente y para el brillante y cautivador tremendismo de Chichos y Chunguitos; pero también para el rock eléctrico, la balada melosa y el pop latino. Todo ese mestizaje que les ha llevado a vender cinco millones de discos de los diez que tienen publicados y a convertirse en un fenómeno artístico y sociológico de los que no se ven todos los días. Codeándose con Serrat, Sabina, Albert Pla, Ana Belén o Rosario Flores. Y ellos, con una sonrisa en la boca, tan tranquilos y sencillos como cuando tocaban en el bar de sus padres o fichaban en la cadena de montaje.

Escoltados por una banda fabulosa, los Muñoz ofrecieron un sonido crudo, simple y orgánico, sin parafernalia tecnológica ni despistes grandilocuentes. “Anem a fer un concert de puta mare. Amunt València”, gritó David a un público que ya tenía en el bolsillo desde el mes pasado y que acogía cada canción como si fuera la última del show. Durante más de dos horas la furia desbocada sólo se calmó en interludios románticos, como los de “El último renglón” o “Te vi te vi”, dedicada a su abuelita Juliana, fallecida hace años, pero que tanto significó en la crianza de los hermanos como demostró el nudo en la garganta que se le veía a David por las pantallas gigantes. Jose también protagonizó un emotivo momento al cantar ese bolero que es “Ya no me acuerdo”, adornado con un estupendo punteo de jazz.

“Vino tinto”, “Por la raja de tu falda” y “Pastillas de freno” sonaron tan potentes como los pelotazos que son y probaron la facilidad para las melodías pegadizas y los estribillos memorables que se gastan desde 1999. Sin refinamiento literario, pero con pegada y capacidad de permanencia. Rumbearon profundamente en “Las penas con rumba”, mostrando orgullosos sus raíces setenteras. La siguió un duelo de batería y cajón que sirvió de antesala rítmica para “El del medio de los Chichos”, que caminó pegadita a los bordes del flamenco entre la devoción de la peña. Con “Fuente de energía” y “Paseo” demostraron su querencia por el rock transgresor, otra de sus fuentes y que servían de relato inmediato y sincrónico a lo que estaba pasando en el gigantesco recinto.

Proliferaban las cogorzas y las pupilas insondables, y Jose y David cambiaron el paso buscando la desnuda intimidad de sus guitarras y la versión más desenchufada de su banda. Advirtieron de que hacerlo delante de tantísima gente podía parecer una sobrada pero que les apetecía mucho. Con esos mimbres tejieron “Escucha princesa” y “Ojitos rojos” entre otras antes de despedir el concierto con dos de sus joyas atemporales, una “Cacho a cacho” con extra de electricidad y “Como Camarón”, intenso y galopante broche de oro a una velada que dejó encantadérrima a su parroquia.