De vez en cuando la vida te besa en la boca y te ofrece el privilegio de asistir a eventos como el del jueves por la noche en la plaza de toros de València. Es una de las cosas buenas que tiene una faena como la de cronista de conciertos o como diablos se llame esto que hago yo, que no tengo más ambición que la de hacerles pasar tres minutos divertidos mientras se leen esto. Serrat se despide de los escenarios, y este adiós hace que me sea imposible pensar en escribir una crónica medianamente normal en la que se valoran y se argumentan los puntos fuertes y débiles del show, la valía artística del protagonista, su estado de forma o la proyección e influencia que sus actividades han tenido en la sociedad y el tiempo en los que ha vivido.

Se hace difícil examinar si el repertorio estuvo acertado, si el tono de la actuación fue el adecuado, si la banda estuvo a la altura, si las luces y la escenografía dieron la talla o si hubo comunión con el público. La cosa se agrava si te dejas avasallar por el niño de ocho años que descubrió la música a través de aquel doble álbum en directo que Joan Manuel Serrat publicó en 1984.

No teman. Haciendo acopio de la poca profesionalidad que se me supone y valorando los parámetros arriba indicados les diré que el concierto fue de sobresaliente, emocionante, divertido, sincero, honrado, cálido y con muchos momentos mágicos.

Con un Serrat de 78 años manejando los tiempos con un pundonor, un aplomo, una clase y un magisterio inconmensurables. Locuaz, irradiando alegría y sentido del humor, cantando lo que le dio la gana y hasta donde le permitió el cuerpo, que fue mucho. Cumpliendo con creces y poniendo en pie a un público que fue a agradecerle la labor de toda una vida y a recibir, a su vez, el agradecimiento de un personaje sin parangón en la historia cultural española.

Unos pocos miles de privilegiados que se despidieron, con el corazón en un puño y los ojos anegados en lágrimas, de una parte de sus propias existencias. De una persona que fue un símbolo y un referente para millones de personas, tal como explica Francesc Relea en su estupendo documental de 2013 al calor de la gira americana que el catalán hizo con su compadre Joaquín Sabina.

Joan Manuel Serrat

La tensión emocional contenida a presión por el coso de la calle Xàtiva se convirtió en una explosión de júbilo cuando Serrat apareció sobre el escenario y cantó “Dale que dale”, que sirvió para realizar los últimos ajustes de volumen y terminar de componer el sonido. Acompañado por siete músicos impresionantes, entre los que destacaban sus compañeros de toda la vida Ricard Miralles y Josep Mas “Kitflus”, el barcelonés, después de renegar irónicamente de la nostalgia, recorrió lugares y recuerdos de su juventud con “El meu carrer” y “Temps era temps”, esa magnífica crónica vital y popular de la posguerra y el inicio del desarrollismo que, apoyada por las proyecciones alusivas a la letra, puso en marcha la moviola mnemotécnica de una audiencia que comparte con él tantas vivencias y referencias culturales.

Durante una de sus alocuciones explicó que sus canciones nos pertenecen a todos y confesó que los personajes que las habitan jamás existieron. Difícil creerlo después de escuchar el “Romance de Curro el Palmo” y su historia con desenlace fatal de amor no correspondido con Merceditas, o “Señora”, la suegra ficticia que todavía sigue teniendo unos espléndidos cuarenta años mientras que el soñador de pelo largo que le arrebata a su hija tenga algo de alopecia y las rodillas hechas fosfatina y vaya camino de los ochenta. Y es que sólo los prodigios de la pluma pueden escribir obras maestras como “Algo personal”, de feroz y lamentable actualidad después de tantos años con la guerra de Ucrania o la reciente cumbre de la OTAN en Madrid. O imaginar, como contrapartida poética, hermosas utopías como “Sería fantàstic”.

La parte central del concierto giró en torno a la figura de Miguel Hernández, con “Nanas de la cebolla” y “Para la libertad”, con las que nos hizo vivir un momento escalofriante y duro, acompañado por el fantasma del poeta represaliado por el franquismo, cantando con los ojos cerrados y los brazos abiertos. El respetable lloraba de emoción y de rabia, y el que podía cantar lo hacía con un nudo en la garganta por el recuerdo de las injusticias que los más desfavorecidos sufren a diario, plasmadas en las combativas proyecciones de los grafitis de Banksy. Justo después salió María Rozalén, que compartió con Joan Manuel el maravilloso bolero “Es caprichoso el azar” para luego quedarse sola con su guitarra y su intérprete de signos, con las que cantó “La puerta violeta” mientras el maestro se tomaba un respiro.

El recital siguió por la senda del intimismo con “Cançó de bressol”, “Cançó de matinada” y “Los recuerdos”, que fueron vestidas por una fabulosa delicadeza instrumental. Transitó por esos paisajes musicales la tremenda “Pare”, que demostró que, pese a llevar cincuenta años hablando de conciencia ecológica, muy poco se ha hecho todavía al respecto y que más nos valdría asumir que, más pronto que tarde, tendremos que revolvernos contra esos que están matando a la Tierra y que nos han declarado la guerra.

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Concierto de Serrat en València Fotos: Miguel Ángel Montesinos

Durante la recta final del espectáculo, Serrat, que ya se había transmutado en ese ladrón que nos acecha detrás de la puerta y que nos tiene tan a su merced como hojas muertas, nos asestó dos puñaladas en el corazón con “Mediterráneo”, quizá la mejor canción compuesta jamás en castellano, y “Aquellas pequeñas cosas”, cantada enterita por un público acongojado ante el silencio cómplice y la dirección del cantautor, que reventó la noche con “Cantares”, monstruoso himno para un país que asesina y olvida a sus poetas, y que parece destinado a revivir sus tragedias de forma tan vergonzosa y absurda como cíclica y eterna.

El genial viejo zorro se guardó para el cierre un plus de voz con el que interpretar y hacer justicia a “De vez en cuando la vida”, que fue seguida de la dinámica “Fiesta” y “Paraules d’amor”, la postrera muestra de la inmortalidad divina que habita en el alma de este artista, que pidió que le acompañáramos cantando esos benditos versos. Ovación unánime, merecida y prolongada, con la gente entusiasmada, feliz y gradecida puesta en pie. Si uno no se levanta delante de Joan Manuel Serrat, a ver de quién. Estaría bueno.