Mi país es tan pequeño que sólo tiene espacio para una cama, algunos tebeos de Spiderman, motas de polvo, un rayo de sol, una moto y el amor. Este estado diminuto del que les hablo fundamenta su riqueza en la producción de recuerdos y, como ni siquiera hay espacio para el cielo o las nubes, sus plantaciones crecen a base de lágrimas, que brotan al pensar en goles maravillosos, relaciones y lugares del pasado, noches interminables y estribillos con rango de himno. Soy muy patriota, tengo tantos himnos como discos, y tantas banderas como camisetas. En el mercado de valores de mi pequeño país, cotizan al alza la nostalgia, los abrazos, los reencuentros y las sonrisas y, en la documentación de sus pobladores, las fotos siempre aparentan veinticinco años menos de los que tenemos en la realidad. Como es mágico, los límites de su territorio son variables y se expanden desde una habitación a una sala de conciertos o a una explanada. Normalmente, llegan hasta donde se deja de escuchar el sonido de una guitarra eléctrica. Más allá, un océano habitado por los dragones del imperialismo aburridista.

El Tribunal Supremo de mi pequeño país solo tiene competencias para juzgar emociones y, en noches como la del sábado en el minifestival DiaD en Viveros, se desborda de faena. Los culpables de este atasco judicial suelen ser Los Planetas, sospechosos habituales involucrados de una u otra manera en mis zozobras vitales desde 1993. Desde que, puede que estúpidamente, decidí que todas sus canciones hablaban de mí y encima tuve la poca vergüenza de ir contándolo por ahí hasta hoy mismo, escrito o de viva voz. Y no crean que es fácil compartir esto, porque hablar de lo que amas es un compromiso, y a veces duele. Que conste que yo lo hago porque mi país me lo exige.

Los Planetas en el concierto de Viveros. Ruben Salcedo Gil

Los granadinos bordaron un concierto de hora y tres cuartos en el que metieron una veintena de temas en un recorrido por su carrera con poco lugar para la nostalgia, manifestando así que son un ente en perpetuo movimiento y que crecen más rápido que muchos de sus fans. Desde “Segundo premio” hasta “Pesadilla en el parque de atracciones” su maraña eléctrica y catártica arrastró a un público intergeneracional a su propia hoguera de emociones, cantando y saltando con los ojos arrasados por la humedad. En medio del bochorno interno y externo, la basca acogió con pasión las atmósferas intensas, melódicas y brillantes de “Hierro y níquel”, “Señora de las alturas” o “Islamabad”, con su parrafada épica en fondo y forma.

En una escena familiar y ya icónica, Jota cantaba en chino como un robot averiado entre pitis y tragos de tintorro, Florent exprimía su Jazzmaster y Eric aporreaba los parches arrancando miradas de admiración con cada golpe. Los más viejos nos agitamos con frenesí al ritmo de “Prueba esto” en el enésimo viaje en el tiempo ofrecido por una banda que, lejos de dormirse en los laureles y vivir de rentas, sigue sacando material nuevo puntualmente con un gran apego por la actualidad social y artística, como en “El rey de España” y “El negacionista”, en las que nos enfrentan a algunas de nuestras últimas patochadas. Estuvieron currantes y sonaron bien y contundentes, con el laborioso Banin al teclado y a la tercera guitarra, y Miguel y su bajo omnipresente. Todo estaba en su sitio y la gente se abrazaba como si hubiera ganado la copa de Europa después de pasar una semana en el motor de un autobús, que el calor que hacía era para eso y más. Los abanicos agitaron el aire ardiente al son de “Alegrías del incendio”, rápida, sobreaguda, impetuosa y súper bailada, tan magnífica como “De viaje”, “Toxicosmos” o la tremenda, expansiva y campanilleante “Ya no me asomo a la reja”. Y es que tienen tantas y tantas canciones que muchas se quedaron, inevitablemente, fuera del repertorio, con lo que quedó al descubierto el único drama de mi pequeño país: que el tiempo pasa muy rápido. A veces treinta años en un par de horas. Y pese a ello, sé que sigo viviendo en el mejor país del mundo.