40 años del Nobel

Enviado especial a un país llamado Gabriel García Márquez

Cuando se cumplen cuatro décadas del galardón que le concedió la Academia Sueca, y a punto de entregarse los premios de este año, recordamos cómo el escritor colombiano se convirtió en el probablemente mejor autor en lengua española de tiempos recientes

García Márquez, recibiendo su premio en la ceremonia de entrega de los Premios Nobel en diciembre de 1982.

García Márquez, recibiendo su premio en la ceremonia de entrega de los Premios Nobel en diciembre de 1982. / Archivo

Juan Cruz

Juan Cruz

Iba con una de aquellas chaquetas jaspeadas que usaba para ahuyentar a las cámaras, pues esas virutas salteadas que adornaban la tela daban luego fatal en las fotografías, de modo que se podía quedar tranquilo: en el avión que lo llevaba esa noche a Estocolmo no le harían retratos, y menos de cuerpo entero. Así que estaba, soñoliento, leyendo un periódico chico, pues le cabía en una mano, junto a su mujer, que miraba sin saña, pero con prevención, al periodista que se acercaba con la mano abierta para saludar al que días más tarde iba a recibir el premio Nobel de Literatura. Él era uno de los premios más jóvenes (55 años) que se reclinarían ante su majestad Carlos Gustavo cuando éste le entregara la certificación de que su obra, y sobre todo Cien años de soledad, había sido aceptada y premiada por el jurado literario más exigente del mundo.

Ese periodista que se le acercaba con la mano abierta era quien ahora firma esta crónica conmemorativa, que había embarcado como enviado especial a Estocolmo por el diario El País, en el que desde hacía años colaboraba el escritor más importante de la lengua española de ese momento y hasta siempre, al menos en el siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI. Con esa misma chaqueta jaspeada vendría más tarde al periódico, a enterarse con sus directivos acerca de lo que había que hacer para montar él mismo un diario. Se llamaría Uno, y a él, que era amante de jugar lo justo con las palabras, le dio por imitarse a sí mismo como posible comprador de su propio periódico, haciendo que iba a un quiosco diciendo “me da Uno, por favor”. Sería, decía, la primera vez que un periódico se llamaba como un número.

Con ese recuerdo, pues, el periodista le tendía la mano. Los nervios que precedieron a ese apretón jugaron una mala pasada, pues como me sucedía el revés con su colega, antes amigo y en ese momento seres irreconciliables, Mario Vargas Llosa, o con su aún más distante colega cubano Guillermo Cabrera Infante, a todos les cambiaba el nombre en el momento más inoportuno. Él sonrío pues cuando, al avanzar ambos la mano, yo le dije: "¿Cómo estás, Guillermo?” Él iba solo, con Mercedes, su mujer desde jóvenes, la que le regaló paciencia para que él escribiera, en plena pobreza, su obra maestra, y los dos hacían el mismo trayecto para encontrarse en la capital sueca con un ejército de voces y de caras y de andares colombianos que iban a convertir Estocolmo en la fiesta colorida, y musical, más grande y alegre de la historia de la literatura colombiana.

Él participaría, con Mercedes, en esa fiesta, cómo no, aunque si lo veías de cerca, lo trataras o no, jamás parecía de pronto un parrandero de Cartagena de Indias o de Barranquilla, sino un muchacho que incluso de viejo se detenía más en sus propias preocupaciones que en las incitaciones al jolgorio y al baile. En aquel momento, sentado de lado, con el diario en la mano, dando la otra al periodista que lo saludaba con el nombre equivocado, era un hombre solo viajando, ocupado más en lo que pensara que en las circunstancias a las que obligaba un trayecto que iba a terminar con su cabeza coronada por el premio literario mayor del mundo.

Una salva de aplausos recibió al presidente norteamericano, aunque el propio Gabo se quedó con las manos tan quietas como la mirada de un colombiano que pasaba por allí"

Pasaron los años y vi de nuevo ese semblante muchas veces. Un hombre abstraído, por ejemplo, cuando entraba el presidente Bill Clinton, en 2007 a sumarse al homenaje que en Cartagena le harían los representantes de las academias de la Lengua Española. Él estaba escuchando discursos en su honor, se mantenía callado como si nada hubiera comenzado, o como si nada estuviera sucediendo. La gente que hablaba suspendió el discurso que hubiera, y una salva de aplausos recibió al presidente norteamericano, aunque el propio Gabo se quedó con las manos tan quietas como la mirada de un colombiano que pasaba por allí.

Ya entonces Gabriel García Márquez era otra vez Gabito, como el niño de Aracataca que escuchaba contar cuentos a su abuelo, ausente del mundo, como en ese instante en que todos elogiaban a alguien que se llamaba como él, que estaba sentado y era él, aunque en su modo de estar él pareciera un ausente cerca de su tierra natal, el hombre más importante de la sala, en la que era y no era a la vez, porque la desmemoria se abría paso con su luz despiadada.

Tenía modos de superar la extrañeza del otro cuando no se acordaba de nombres propios, pues él mismo decía cosas aprendidas para despistar a quien se encontrara y que fuera su amigo de otro tiempo y al que ahora la falta de memoria lo convertía para él en un desconocido. Tenía modo de diluirlo todo en un saludo potente y saludable, el mismo para todos, “cómo dices que te va”, y se iba.

En el caso del saludo colectivo a Clinton se sumó al fin, porque debió ver que aquello iba también con él. Ese mediodía de saludos mundiales dejé el congreso y las celebraciones y me fui a Aracataca, donde nació Gabo, entré en el polvoriento espacio de su primera casa, vi en un rincón cerca del patio de los grandes árboles la huella de su cuna de hijo del telegrafista, y al salir me encontré con otra zona de la magia de la que venía su escritura. Estaba a la puerta de la vieja casa, echado en un sillón como los que usaba Kennedy para balancearse, Nelson Noches, que había sido su amigo y que vivía la memoria de los primeros años juntos por aquellas atarjeas secas. Yo acababa de estar con Gabo en Cartagena, le dije a Nelson, y le pregunté cuándo había sido la última vez que había visto a su amigo: “Gabo estuvo anoche aquí, jugando al ajedrez”.

Esa naturalidad, que es también la de Cien años de soledad, para hacer verdad de las mentiras o de los sueños, está en la escritura de Gabriel García Márquez, en su melancolía como de muchacho que no terminaba de crecer, cuyo cuerpo, cuyo bigote, cuya mirada, parecía buscar, hasta en los momentos más solemnes de su vida, el rastro de donde venía.

Aquellos días de Estocolmo hubo como tres Gabos, el familiar, el del barrio, el periodista, acompañando al escritor que finalmente se subió al escenario que iba a coronarlo con un premio saludado en el mundo como si fuera para todos los escritores de la lengua española (eso decía su amigo Carlos Fuentes), cuando en realidad era para un muchacho de Aracataca que había crecido tratando de apresar el pasado con los cuentos, entre los cuales el principal fue el mayor Cien años de soledad.

Muchos años después aquel Gabo de las chaquetas jaspeadas fue por última vez a Barcelona, a visitar con Mercedes a su otra madre catalana, Carmen Balcells. Aquellos síntomas de 2005, cuando veía y no veía a Bill Clinton, se habían esparcido ya por la memoria, y evitaba hablar, preguntar con su deje barranquillero (“ven acá, tú que sabes, dime…”), así que formaba bolas de cualquier cosa con el pan sobrante, seguía yendo a actividades (como la Feria Internacional del Libro de Guadalajara) y a pedido de Mercedes, y por su deseo, también iba a parrandas en Cartagena de Indias. Una de esas noches se sentó junto a Almudena Grandes; mientras los músicos se distraían en la cantina él le preguntó a la autora de Malena es un nombre de tango: “Ven acá, ¿ya están cantando?”

Por aquel entonces, enero de 2010, acababa de morir su amigo Tomás Eloy Martínez. En casa de Gabo y de Mercedes buscábamos cómo localizar al hijo del gran escritor, amigo de todos, y en estas llegó Gabriel García Márquez ofreciéndose a ayudar en cualquier cosa. Mercedes le encargó que pidiera hielo por el teléfono de enormes números que había en la sala. “Ya hice el recado”, le dijo después a su mujer. Dirigiéndose a mí, preguntó sobre quién hablábamos tan compungidos. “De tu amigo Tomás Eloy Martínez”. Él pensó un rato y finalmente dijo en voz alta algo que también dijo otras veces en circunstancias parecidas: “Era el mejor de todos nosotros”.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía", dijo en su discurso de Estocolmo

En aquella fiesta de Estocolmo, hace cuarenta años, vestido de liqui liqui, coronado como el mejor escritor del mundo, dijo para terminar un discurso que la historia ha guardado como oro en paño: “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte”.

Lo imagino en Barcelona, haciendo del pan una palabra, sus manos gruesas azotadas por la presencia implacable del tiempo que, un día u otro, también se llamará muerte.