Colosalismo en la corteza

Justo Romero

Justo Romero

TEMPORADA SINFÓNICA ORQUESTRA COMUNITAT VALENCIANA. Programa: Segunda sinfonía, “Resurrección”, de Gustav Mahler. Sydney Mancasola (soprano), Jamie Barton (contralto). Cor de la Generalitat Valenciana (Francesc Perales, director). Director: James Gaffigan. ­Lu­gar: Palau de les Arts (Auditori). Entrada: Alrededor de 1400 personas (lleno). Fecha: Viernes, 10 febrero 2023

La Segunda de Mahler es una sinfonía colosal. No solo por sus impactantes y multitudinarias sonoridades, sino también por la colosal carga emocional, de sensaciones y reflexiones, íntimas también, que agazapan sus cinco movimientos. Basta recordar algunas interpretaciones legendarias -Abbado en Lucerna, Haitink y Chailly en Ámsterdam, Maazel en Sevilla, Bernstein en Viena, o, en fin, Mehta en el propio Palau de les Arts (mayo 2007), para confirmar ese sustantivo contenido emocional que te encoge el corazón de sensaciones y percepciones. Mahler cuenta treinta años cuando la compone. El destinatario y lo que plantea en esta sinfonía sin precedentes, no tienen edad ni tiempo.

Viene esta pequeña perorata a cuenta de la versión ofrecida el sábado en el Auditori del Palau de les Arts por una esplendorosa Orquesta de la Comunitat Valenciana que relumbró en todas las intervenciones solistas y seccionales, y ratificó -una vez más- su condición puntera en el ámbito sinfónico nacional. El Cor de la Generalitat Valenciana bordó, por su parte, una de sus mejores tardes, y ambas solistas -las estadounidenses Sydney Mancasola (soprano) y Jamie Barton (contralto) cumplieron con dignidad. Para colmo de laureles, James Gaffigan dirigió de modo efectivo, brillante, luminoso, con tiempos vivos, cuidando detalles y clarificando texturas… El éxito, como siempre que se interpreta la conocida como ”Sinfonía Resurrección”, fue clamoroso, a tono con la monumentalidad sinfónica. La enorme platea del Auditori del Palau de les Arts estaba tan atestada de público –“no hay billetes”- como el escenario de instrumentistas y coristas. Quizá diez minutos de vítores y calurosos aplausos. O más…

Fue un éxito tan total como epidérmico. Deslumbró pero no convenció Gaffigan, el director musical del Palau de les Arts. Lo más importante, ese no se sabe qué que te crea un nudo en la garganta, esa extrema emoción mahleriana que te llega al alma y te roba lágrima, no existió en ninguno de los cinco movimientos. Faltó -permítanme la expresión- “magia” y desasosiego. Fractura, miedo, dolor, emoción, esperanza… La pregunta “¿Hay vida después de la muerte?" (primer movimiento), quedó tan inédita como la nostalgia de los “tiempos felices que ya se apagaron” (segundo movimiento). No hubo dudas existenciales en el tercer tiempo, ni esperanza cenital en el Lied del cuarto movimiento (“Soy de Dios, y a él retornaré”). Finalmente, la “Resurrección” en el quinto movimiento, se quedó en un impactante fresco sinfónico coral y maravillosamente tocado, cantado y dirigido. Deslumbrante, desde luego, pero no turbador.

Gaffigan se quedó en la corteza de la obra de arte, en las aristas más obvias y claras. Puso orden, concierto, buen hacer y un oficio y disposición ante la partitura absolutamente laudables. Es, no hay duda, un leal y honorable maestro. Pero no entró realmente en el caudal expresivo de la partitura. Atento a cuidar e hilvanar el complejo entramado sinfónico-coral, a respetar y hacer escuchar los pequeños detalles, distrajo lo más esencial, el drama, las tensiones emocionales, sus temores, dudas e ilusiones. Fue una visión más cerca de la tierra que del paraíso. Humana, quizá demasiado humana. Poco se sintió de los poemas que sustentan e inspiran la sinfonía, la oda Aufersteh’n (Resurrección), de Friedrich Gottlieb Klopstock, que Mahler escuchó en 1894, durante el funeral de Hans von Bülow.

Los tempi fueron en general bastante animados, lo que constriñó las grandes expansiones mahlerianas, y sus característicos desarrollos y tensiones. Los tiempos “muertos” que detalla y pide la partitura no fueron respetados. De hecho, la pausa entre el primer y segundo movimiento fue casi como si de una sinfonía de Haydn o Mozart se tratara. Tampoco hubo espacios entre los últimos movimientos, dichos de una tacada -“attaca”-. Sí tuvo Gaffigan el acierto y buen criterio de mantener al coro sentado durante toda su primera gran intervención, y de ubicar a soprano y contralto también en la parte del coro, y desde el principio de la sinfonía, lo que evitó la interrupción que generalmente supone la irrupción de ambas solistas entre movimiento y movimiento. A la soprano Sydney Mancasola le faltó fuelle, brilló y proyección. Mejor Jamie Barton, aunque su interpretación palidece ante el recuerdo de tantas. No hace falta retrotraerse a los tiempos dorados, basta pensar en Marjana Lipovšek, Jane Henschel o, en fin, Anna Larsson en el propio Palau de Les Arts con Mehta. Eran otros tiempos, sí, pero la OCV sonó el sábado, de la mano de Gaffigan, tan dúctil, perfecta y ensamblada como entonces. ¡Bravo!

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