Fuera de compás

Canciones de guerra

Cilian Murphy en ’Oppenheimer’.

Cilian Murphy en ’Oppenheimer’.

Fernando Soriano

Fernando Soriano

No es que en este septiembre se cumpla un aniversario redondo del inicio de la más sangrienta y ominosa conflagración protagonizada por la raza humana, pero viendo Oppenheimer me dio por pensar en la influencia que la Segunda Guerra Mundial tuvo en el devenir de la historia del rock. Ya saben, cada loco con su tema, en un verano tan largo y caluroso algunos no hemos logrado desconectar y hemos seguido dándole a la matraca. Así que hoy les traigo el fruto de mis desvelos con el que, a lo mejor, consigo que escuchen alguna vieja copla con oídos nuevos.

La principal consecuencia del fin de la guerra fue la aparición de un nuevo orden mundial y la constitución de dos grandes bloques liderados por dos super potencias. En el occidental, y bajo la influencia de los Estados Unidos, se produjo un fabuloso crecimiento económico que estableció el marco en el que desplegar nuevas industrias culturales y de entretenimiento. La exportación de las músicas populares norteamericanas, especialmente a Gran Bretaña durante los años cincuenta, contribuyó a desarrollar la creatividad de los adolescentes ingleses nacidos bajo los bombardeos. El miedo, las penurias, la muerte y la dureza de la reconstrucción ayudó a forjar el carácter de una generación que asumió el timón creativo del rock en la década de los 60 y que nunca olvidó aquellos horribles años.

Un motor se sobrepone al canto de un pájaro mientras el niño le dice a su madre que hay un avión en el cielo al principio de la tétrica balada «Goodbye blue sky», en la que Pink Floyd ofrece una desoladora visión de aquellos años en los que la Luftwaffe dejaba caer todo su odio incendiario sobre Londres. Era la Blitz, tiempos de sirenas de alarma antiaérea, de carreras en medio de la fría oscuridad hacia los refugios o las estaciones de metro, ahogados por el terror a no volver a ver el cielo azul y a morir despedazado o sepultado.

Mientras la población civil resistía, los esforzados pilotos de la RAF, a bordo de veloces Spitfires y ágiles Hurricanes, intentaban derribar a los bombarderos alemanes preñados de muerte. Muchos cayeron bajo las ametralladoras de los poderosos Messerschmitt que los escoltaban en las costas cercanas al Canal, pero otros se convirtieron en ases de la aviación militar, viviendo para volar, volando para vivir, tal y como explican Iron Maiden en su tremenda «Aces High». Nunca tantos debieron tanto a tan pocos, sentenció Winston Churchill, cuya voz introducía esta canción cuando los melenudos la usaban para abrir sus conciertos.

Lucharemos en las playas, en las colinas y en las calles, prometía el viejo del caliqueño. Los Kinks recogieron sus palabras en la magnífica «Mr. Churchill says» recordando con flema británica los sacrificios que aquella guerra que había que ganar a toda costa exigía a los compatriotas de Arthur. El instalador de moquetas, que ya perdió a un hermano en la batalla del Somme durante la Primera Guerra Mundial, contribuía ahora a la victoria recolectando cualquier tipo de metal para la industria, limpiando las calles después de un raid alemán o apagando incendios en las casas contiguas a la suya, Shangri-La. Su mundo se redujo a escombros y ceniza, pero tenía la certeza de que sus hijos encontrarían nuevos y prometedores horizontes en la otra punta de la Commonwealth, en Australia.

Otro día ya les contaré sobre la guerra en el Pacífico, pero lo cierto es que, después de seis años de barbarie, Europa quedó convertida en un solar físico, social, económico, psicológico y moral. La liberación de los campos de exterminio, donde se asesinaron a millones de judíos además de otros enemigos del régimen nazi, supuso un mazazo terrible sobre la conciencia de las naciones que se consideraban en la cúspide de la civilización. En la descomunal Ghosts of Dachau, del Style Council, Paul Weller, con una entereza abrumadora, consigue elevar un lamento de belleza infinita por encima de las torturas, las ametralladoras, las cámaras de gas, los crematorios, el hambre y las enfermedades, rimando «dignidad» con «eternidad» y desvelando que, en medio de toda aquella repugnante abominación, todavía quedaba sitio para una historia de amor.

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