Las geometrías emocionales y las instalaciones de Soledad Sevilla se despliegan en su retrospectiva del Reina Sofía

El museo madrileño acoge una muestra que recorre la dilatada trayectoria de la valenciana, protagonista de la pintura española del último medio siglo y pionera de otras expresiones artísticas como la intervención de espacios

Soledad Sevilla.

Soledad Sevilla.

Jacobo de Arce

Soledad Sevilla (Valencia, 1944) lleva tiempo diciendo que ella siempre pinta el mismo cuadro. Y es cierto que las obras que se pueden ver en Soledad Sevilla. Ritmos, tramas, variables, la gran retrospectiva sobre su trabajo que inaugura este miércoles el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, son todas inconfundiblemente suyas y tienen unos elementos comunes que se repiten de principio a fin: la pureza en el uso de la línea y del color, la repetición temática, el peso absoluto de la geometría. Su comisaria, la historiadora del arte Isabel Tejeda, que ha reunido en 10 salas del museo más de un centenar de piezas, reconoce haberse adecuado a esta idea, diseñando un recorrido circular que empieza y termina en el mismo sitio, y que vendría a reflejar ese continuo, esa especie de bucle que conformaría la obra de quien es “una de las grandísimas pintoras españolas desde los años 60”, como ha señalado la propia Tejeda durante la presentación de la muestra este martes.

Una vez en las salas, sin embargo, esa línea común se va bifurcando en las diferentes etapas y geografías que la artista ha ido atravesando a lo largo de su carrera, sus múltiples inquietudes y referentes, incluso las circunstancias físicas que ha ido padeciendo en su propio cuerpo a lo largo de este más de medio siglo que lleva entregada a una abstracción geométrica en la que, de algún modo, late siempre la figuración, y que se aleja de la frialdad que en principio podrían desprender unas formas a menudo rígidas, porque ella siempre ha defendido la necesidad de establecer un vínculo emocional con la obra por parte del artista.

La exposición arranca con sus primeras piezas, las realizadas en la segunda mitad de los años 60 y los primeros 70, cuando Sevilla se acaba de titular en Bellas Artes y participa en los seminarios del Centro de Cálculo de la Universidad Complutense de Madrid, donde artistas como Eusebio Sempere, su principal referente, Elena AsínsIgnacio Gómez de Liaño o Manuel Barbadillo exploran la transversalidad entre arte y ciencia experimentando con computadoras. Es cuando la pintora se entrega definitivamente a la geometría, que no a las matemáticas, porque como ella misma ha explicado durante la presentación, los experimentos que allí llevaban a cabo “estaban siempre apoyados en un elemento plástico, en un módulo, y se desarrollaban en un espacio determinado, con unas condiciones de crecimiento y de espacio”. Pronto ella deja de lado a la máquina y se pone a trabajar a mano, “porque el ordenador era un pincel muy tonto”, ha comentado. De aquella primera etapa son varias obras en gouache de pequeño formato con figuras ondulantes, metacrilatos transparentes de diferentes colores creados a partir de módulos en el Seminario de Generación de Formas Plásticas, y también una pintura importante como Mondrian (1973), donde colores y geometrías juegan para crear una idea de profundidad casi tridimensional.

Muy pronto empezará Sevilla a decantarse por los grandes formatos, que junto a la geometría es otra de las características principales que marcarán toda su obra. “Que el cuadro envuelva al espectador es importante para mí”, explica la artista, que también busca esa inmersión del que mira cuando trabaja en sus series, vinculadas por un mismo tema. En algún caso ese tema es el de la geometría pura y dura, como se observa en sus obras a lo largo de los años 70, con grandes lienzos blancos y ligeros y algunos bañados de color en los que mandan las líneas diagonales con tramas paralelas y cruzadas. Otras veces el tema será alguna de las obsesiones de la artista, como los cuadros de las series Las Meninas o La Alhambra, que surgen a partir de su experiencia americana, cuando una beca la lleva a estudiar en la Universidad de Harvard a principios de los 80.

En Boston no puede trabajar con tablas de gran formato, así que decidirá hacerlo sobre un rollo de papel de hasta 12 metros de largo que se sostiene sobre dos borriquetas y en el que traza a lápiz progresiones de líneas que llegan a convertirse en larguísimos dibujos. La inspiración para las series Las Meninas y La Alhambra surge de sus clases allí de historia del arte, cuando descubre de verdad la magia que se esconde tras esas dos monumentales obras españolas, y que plasmará a su vuelta a casa. Si en la primera las geometrías y colores le ayudan a trazar determinadas impresiones sacadas de la creación de Velázquez, como el papel central que tiene el cuadro que pinta el propio pintor en la obra, en la segunda se pueden percibir, apenas como sombras bajo una trama cuadriculada, algunas de las estancias más destacadas del palacio de la corte nazarí, como el Patio de los Leones, con sus columnas. La artista estuvo durante largos periodos acudiendo al palacio para hacer bocetos casi cada tarde, cuando no había público, y las horas parecen ir atravesando una serie muy marcada por la luz en la que conviven cuadros nocturnos con otros diurnos.

Ese contraste entre la noche y el día también se produce en otras secciones de la exposición. En una sala con luz baja y las paredes pintadas de un violeta crepuscular se despliega su serie Insomnio: Soledad Sevilla lo padece, y cuenta que esas pinturas más bien oscuras, en blanco y negro y tan solo una de ellas con algunos destellos de rojo, recogen “lo que pasa de noche por mi cabeza: cómo resolver un cuadro que no sabes cómo terminar, qué escribir para una conferencia que tienes que dar, recordar que tienes que hacer la compra porque no tienes nada en la nevera…”. Ese momento reflexivo se plasma en el espacio, con unos bancos pensados para que el visitante se tome un respiro y piense durante un rato. En esos cuadros no hay líneas rectas, aunque la geometría sigue presente de alguna manera, lo mismo que sucede en los que vienen a continuación, más luminosos y diurnos, con unos amarillos disparados: Díptico de Valencia y Hotel Triunfo.

Hace ya un tiempo que Soledad Sevilla, que ha trabajado básicamente entre Madrid, Barcelona y Granada, se ha instalado en esta última ciudad, en un estudio rodeado de olivos y diseñado por el arquitecto Antonio Cayuelas. Los desvencijados secaderos de tabaco de la Vega granadina están plasmados en una serie de piezas escultóricas en papel, neopreno y metal, y los invernaderos en unas pinturas que reproducen el ondular de sus plásticos. En otra de ellas, más lineal y en varios colores, se reproduce el horizonte que se puede ver a través de esos plásticos. Ese horizonte se tornará blanco en la última sala, la que acoge sus obras más recientes y donde traza líneas a lápiz o en tinta sobre fondo blanco, pero permitiendo que el trazo sea imperfecto, sin que se pueda decir al 100% si ha sido dibujado con regla o a mano alzada. También están ahí las ocho obras de su Homenaje a Sempere, broche para una exposición que arrancaba con el mismo referente.

Como es sabido, no todo es pintura en su obra y tampoco en la muestra reunida por el Reina. Hay algunos trabajos emblemáticos de la artista, quien también ha sido una pionera de las instalaciones en España, que están aquí recogidos en formato documental. Un vídeo en un plasma recuerda su intervención en las ruinas del castillo almeriense de Vélez Blanco en 1992, cuando cubrió su patio con velos sobre los que proyectó la reconstrucción del mismo que está en manos del Met en Nueva York, de tal forma que, a medida que caía la noche y la luz de los proyectores se imponía en la oscuridad, el patio renacentista parecía volver a la vida. También está recogida en fotos su instalación en la galería Soledad Lorenzo, donde tapizó las paredes con 36.000 claveles que tuvo que traer de Holanda. Sí está en cambio, tal cual ha sido concebida, Donde estaba la línea, compuesta por 160 hilos paralelos de algodón que juegan con la luz, cambiante a lo largo del día, que entra por los ventanales de la sala, configurando un nuevo espacio en el museo. Es la última de sus obras y la creó expresamente para esta exposición.

En una muestra circular, ordenada cronológicamente y donde se transita varias veces del día a la noche y de vuelta otra vez al día, el paso del tiempo es un tema que sobrevuela a menudo. Una de las salas con más opciones de convertirse en favorita del público y de sus cámaras es la que acoge El tiempo vuela, una instalación formada por 1.500 mariposas azules de papel que se mueven, cada una, sobre su propio eje, como si fueran las agujas del reloj. Su rotación constante y el ruido leve evocan precisamente ese paso del tiempo, como lo hace el poema de Machado que se puede leer en la pared: “Y es hoy aquel mañana de ayer”. La mariposa es la evolución final de un ser que empieza siendo crisálida y se convierte en gusano antes de cobrar esa forma alada y colorista, casi escultórica. Dice Soledad Sevilla que con ella quiso “destacar que la última parte de la vida puede ser la más hermosa, o como mínimo tan hermosa como las anteriores”. Realizando el recorrido completo de su exposición no queda lugar a duda, porque su obra reciente sigue tan viva y esplendorosa como la de sus inicios.

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