La okupación

Edificio del rectorado de la Universitat de València.

Edificio del rectorado de la Universitat de València. / Levante-EMV

Alfons Cervera

Alfons Cervera

No recuerdo la fecha exacta. El año sí que lo recuerdo: 1999. Al día siguiente yo tenía que viajar a Salamanca. A primeras horas de la mañana, me llama Pedro Ruiz, rector de la Universitat de València y sobre todo amigo de los de para siempre, como cantan Los Manolos. Yo dirigía entonces el Fòrum de Debats en la Nau, edificio histórico universitario que estaba en proceso de rehabilitación.

El motivo de la llamada: la vieja Facultad de Ciencias, en la avenida Blasco Ibáñez, también en proceso de rehabilitación para albergar la nueva sede del Rectorado, había sido okupada. Precisamente, unos días antes yo había escrito en este periódico mi columna de los domingos dedicada a la muerte de un joven okupa en el Teatro Princesa de València, cuando la policía iniciaba el desalojo. Hacerle caso a Natalia Ginzburg: “los contenedores de basura no son alegres en ningún país del mundo”. Escribir de lo que sale poco o nada en ningún sitio. Escribir de quienes aprovechan lo que haga falta para que el mundo sea eso: basura amontonada en los contenedores de un capitalismo que va a más en los difíciles tiempos que vivimos.

El rector al teléfono aquella mañana: dicen que sólo puedes entrar tú. Eso me dijo. Que la gente de la okupación sólo me permitía entrar a mí. Así que allá que fui a compartir piso con jóvenes que conocía de otros sitios y también con quienes no conocía de nada. Me abrieron amigablemente la puerta y durante unos días compartí peroles de comida, charlas, conversaciones entre el ajetreo cotidiano de la okupación, también intenté que nadie se descalabrara porque todo estaba en obras. Un día se plantó la policía con sus furgones a las puertas del edificio okupado. Llamé al rector. No sabía nada. Resulta que un profesor había dado por su cuenta la voz de alarma. Las órdenes del rector fueron tajantes. Allí no hacía ninguna falta la policía. Y se fueron.

Uno de los días, creo que el último, se celebraba una asamblea. Mogollón de gente. Sólo hablaba uno de los presentes, a quien por cierto nunca había visto hasta ese momento. Impoluta camisa blanca. Melenita entre Mick Jagger y El Príncipe Valiente. De repente grita que qué pinto allí si soy amigo del rector. Yo no entendía nada. Si me habían llamado los de la okupación. El tipo no paraba de despotricar, me señalaba con el brazo extendido, como en La invasión de los ultracuerpos, la magnífica película protagonizada por Donald Sutherland. ¿Se estaba vengando de algo? ¿Por qué era el que mandaba si no había participado en la okupación? Yo estaba con Madalen, que era madre de dos de los jóvenes okupas, y otras familias.

Ellas podían asistir a la asamblea. Yo solamente dije que no pasaba nada, que ojalá todo acabara bien, que gracias por haberme permitido estar allí unos días, aunque -lo pensé pero no lo dije- me hubieran jodido el viaje a Salamanca. Y me fui. Nadie dijo nada. Nadie aplaudió al jefe de la asamblea. No sé por qué hay jefes en todas partes.

En una de las cafeterías de Blasco Ibáñez entré a cenar algo. No sé si sentía mucha rabia, si mucha tristeza por lo de los jefes, si a lo mejor no me hubiera gustado romperle la cara al fulano o él a mí delante de su gente. Y en eso que entran dos chicas muy jóvenes y se acercan a la mesa. Una dijo que se llamaba Sonia y que me agradecían lo que había dicho en la asamblea. No recuerdo si su amiga dijo algo, pero sonreía tímidamente en un asentimiento que me conmovía profundamente. Yo no sé lo que dije. Igual no dije nada -¿gracias, tal vez?- por la emoción que sentía en ese instante. Sí que sé que ellas se fueron enseguida y cuando terminé de cenar ya me había olvidado de la copia ridícula de Mick Jagger y El Príncipe Valiente.

Han pasado veinticinco años desde aquellos días. Escribo esto en Gestalgar el día de Navidad, casi antes de que salga el sol por la Peña el Cuervo, porque de repente me acordé de que hace unas semanas una amiga, profesora en una Universidad francesa, me dijo que estaba en aquella okupación, que era muy joven entonces y que Madalen se había muerto el otoño anterior a la pandemia. Vivir lejos de todo hace que no me entere de la mitad de las cosas. Una de esas mitades era la muerte de una mujer con la que compartí tantas luchas incansables, montones de sueños que a veces se cumplieron, inagotables rebeldías para que este mundo no fuera una mierda. He seguido la trayectoria de alguna de la gente de aquella okupación.

Bastantes se dedicaron a la enseñanza, también al teatro, una de las chicas que siempre iba con una cámara fotográfica es ahora una reputada cronista de los movimientos sociales protagonizados por mujeres, uno de mis mejores amigos se fue a Italia no sé si para ver si el amor era algo de verdad o sólo una ensoñación cinematográfica. Como en una hermosa y triste canción de Amaral, de Sonia y de su amiga ya nunca supe nada. Vaya desde aquí la gratitud infinita y el deseo de que la vida las haya tratado todo lo bien que ellas me trataron a mí aquella noche de hace veinticinco años. Ojalá el año que empieza esté de su lado. Y también del nuestro, claro. También del nuestro.  

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