Crítica

Wagner en Les Arts: el triunfo de Helga Schmidt

Der Fliegende Hollände

Der Fliegende Hollände / Miguel Lorenzo-Mikel Ponce

Justo Romero

Justo Romero

València

EL HOLANDÉS ERRANTE. Ópera romántica en tres actos. Libreto de Richard Wagner, Inspirado en De las memorias del señor de Schnabelewopski, de Heinrich Heine. Repar­to: Nicholas Brownlee (Holandés), Elisabet Strid (Senta), Franz-Josef Selig (Daland), Stanislas de Barbeyrac (Erik), Eva Kroon (Mary), Moisés Marín (Timonel). Dirección de escena: Willy Decker. Escenografía y vestuario: Wolfgang Gussmann. Iluminación: Hans Tölstede. Cor de la Generalitat Valenciana (director: Jordi Blanch Tordera). Coro de la Comunidad de Madrid (director: Javier Carmena). Orquestra de la Comunitat Valenciana. Direc­ción musical: James Gaffigan. ­Lu­gar: Palau de les Arts. Entrada: 1.412 localidades (lleno). Fecha: Domingo, 2 marzo 2025 (se repite los días 5, 8 11 y 14 marzo).

Wagner y su música han sido desde los orígenes orgullo y fetiche del Palau de Les Arts. En la memoria, los ya históricos ciclos de El Anillo del Nibelungo y el Tristán que dirigió Zubin Mehta; también los Parsifales únicos de Lorin Maazel. Por eso, y por los requerimientos de todo tipo que requiere cualquier ópera wagneriana, su programación toma aires de reto y acontecimiento. Y de ahí que las funciones ahora programadas de El Holandés errante por la catedral lírica del Cauce del Túria hayan estado rodeadas de la máxima expectación. El recuerdo de los wágneres valencianos de las leyendas Mehta y Maazel pesan como referencia idealizada.

Por fortuna, este Wagner resurgido en la era plural de Jesús Iglesias y estrenado el domingo en el Palau de Les Arts mantiene y aviva en muchos aspectos la gloria de aquel pasado: el mismo foso -no lo duden: la Orquestra de la Comunitat Valenciana sigue siendo el conjunto de primer nivel de entonces-; la misma exigencia escénica y dramatúrgica, y similar acierto en la elecciones de los repartos vocales. También el mismo Cor de la Generalitat -aunque los años no pasan en balde para sus voces-, y un maestro, James Gaffigan, que sin ser Mehta ni Maazel (ni falta que le hace) es dueño de criterio propio y aciertos evidentes, además de oficio irrebatible. Y desde luego, un público mucho más hecho y conocedor, que abarrotó la sala principal de Les Arts para no perderse la nueva cita wagneriana. Helga Schmidt, inventora de todo, estaría contenta de ver el triunfo de su sueño wagneriano a ambos lados del proscenio.

Protagonista absoluto del estreno ha sido el bajo-barítono estadounidense Nicholas Brownlee (1989), quien ha dado vida a un Holandés absolutamente referencial. La fuerza de su canto, la solidez del fraseo, los colores de la voz y su carismática expresión wagneriana le convierten en su intérprete ideal y en una de las figuras totales del canto wagneriano contemporáneo. Desde el monólogo inicial hasta el espectacular final -cuando pronuncia la desesperada exclamación “¡el Holandés errante me llaman!-, y en medio con el italianizado dúo con Daland y luego con Senta, su interpretación fue un dechado de virtudes dramáticas y musicales en un papel que le viene como anillo al dedo. Ni que decir tiene que el Palau de Les Arts se vino abajo cuando salió a saludar al final de una función exprés de apenas dos horas y cuarto en la que los tres actos se sucedieron -como manda Wagner y marca la tradición- sin interrupción.

Junto con Brownlee, en el elenco vocal brillaron el Daland rodado, consistente y referencial del reconocido bajo alemán Franz-Josef Selig, y el Erik lírico, certero y de hermoso registro del tenor francés Stanislas de Barbeyrac, cuyo único punto vulnerable es la estrechez en las tesituras agudas, donde la voz pierde cuerpo y lenguaje wagneriano. La Senta de la soprano sueca Elisabet Strid fue más “Sentita” que Senta. Voz pequeña y apurada, que el domingo no tuvo precisamente su mejor día y cuya famosa Balada pasó casi inadvertida. La mezzo holandesa Eva Kroon (quien hace apenas unas semanas cantó con Dudamel y las dos grandes orquestas valencianas la Segunda de Mahler en el vecino Palau de la Música) fue una Mary sin pena ni gloria vocal.

Este esperado desembarco del Holandés en el Cauce del Túria ha llegado en la clásica, pertinente y bien acabada puesta en escena que hace ya un cuarto de siglo diseñó por Willy Decker (1950) para la Ópera de París. El célebre director de escena alemán cuenta la historia del Holandés con lenguaje claro, conciso y realista. Se deja de vericuetos y elucubraciones para clarificar la acción, y se apoya para ello en la precisa y volumétrica escenografía de Wolfgang Gussmann, autor igualmente del convencional vestuario. Estupendo movimiento escénico y detallado trabajo actoral. Sobresaliente iluminación y sus sugerentes sombras y siluetas, firmada por Hans Tölstede. En estos días de tanto invento y capricho escénico, da gusto ver a las hilanderas hilando, el cofre de Daland, la inmensa marina de fondo, la tripulación soltando y amarrando el barco y a Senta aferrada a su cuadro. ¡Solo faltó la escopeta de Erik!

James Gaffigan, en su último título operístico como director musical del Palau de Les Arts, aplicó tiempos vivos y rígidos, cortos de vuelo y a veces encorsetados. La obertura, a piñón fijo, por momentos incluso estridente, con dinámicas que se desbocaron más de una vez. Por fortuna, la consistencia del reparto vocal aguantó tanto nervio y exceso. La exagerada percusión y timbales, el exceso en la máquina de viento y la omnipresencia de los metales no lograron desdibujar las cualidades del maestro y de una orquesta que sigue siendo puntera en el repertorio wagneriano.

El otro gran coprotagonista de El holandés errante es el coro, que tuvo sus más y menos. A veces, incluso más menos que más. El de hilanderas del segundo acto distó de la perfección (en afinación y empaste), mientras que en el tercero se produjeron ciertas descompensaciones, especialmente cuando el coro interno de la tripulación del buque fantasma -asumido por el Coro de la Comunidad de Madrid- cantó la escena final ubicado en la parte trasera de la platea, a decenas de metros de foso, escenario y maestro. Lo que se ganó así en teatralidad y efecto acústico se perdió en un equilibrio acaso imposible. Con todo, y sobre todo por la excelencia sin mácula del mejor Holandés de nuestros días, este estreno marca un nuevo hito en la historia de amor entre el Palau de Les Arts y Wagner. 

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents