Esa sonrisa
Para ocupar ese cargo, Salomé Pradas tenía que saber en qué consistía su trabajo

Saloné Pradas, a la entrada de la Ciutat de la Justícia. / Francisco Calabuig

Se ve entre empujones apretujada entre la gente. No sabe si mira con los ojos del espanto o con los de la estupidez. ¿Del espanto, por qué? ¿Qué puede haber hecho ella para sentir miedo, protegida por una nube de cámaras y micrófonos? ¿O qué puede haber hecho para que se sienta en ese instante como una estúpida?
Al fin y al cabo, ella estaba donde tenía que estar el día de la Bestia. Lo que nadie le había dicho, cuando la nombraron máxima responsable de Emergencias en el Gobierno de Carlos Mazón, es que para ocupar ese cargo tenía que saber en qué consistía su trabajo. Porque aunque llevaba años dedicada a la política, nunca pensó que la política llevara la carga de exigir a quien la ejerce ninguna responsabilidad. Porque para eso, para que la política supusiera para ella una carga del tipo que fuera, ya estaba bien como abogada o como profesora universitaria en Castelló de la Plana, la ciudad donde nació y donde el PP le puso desde muy pronto una alfombra de lujo para vivir como una princesa de cuento de hadas.
De repente un día se le viene encima la maldita Dana y le endilgan los de vestuario un chándal que ella siente como un disfraz. Se mira en el espejo y se siente ridícula, lejos del refinado ornamental al que está acostumbrada: qué pensarían los suyos al verla así, rozando la impostura, la traición de clase. Así que se va a la reunión para ver qué demonios es eso del Cecopi. Si la palabrita tenía que ver con el puesto que ella ocupaba en el organigrama del gobierno valenciano, ya se lo podían haber aclarado antes, ¿no? Pues eso: viaje al Cecopi. A ver si una vez allí, alguien le explica de qué va el asunto. Cecopi. Joder con la palabrita. Y el chandalito de las narices: ni que fuera a participar en las chirigotas de Cádiz.
Llega a la reunión y no había manera de entender de qué iba el embrollo. Agua a manta por muchos pueblos, eso sí que estaba claro. Pero ella qué podía hacer. No se iba a poner a desviarla como en el Plan Sur cuando la riada del 57. O como hizo Charlton Heston con las aguas del Mar Rojo en Los Diez Mandamientos. Demasiado para un cuerpo acostumbrado como el suyo a pocos trotes. Qué lío allí de pareceres. Que si avisar a la gente. Que si la cosa no era para tanto. Que si la tormenta rula hacia Cuenca tan tranquila. Que si el río Magro, al paso por Utiel, se ha convertido en navegable. Que a saber, un rato después, dónde se habrá metido el presidente. Y la sorpresa: ahora dicen que hay que apretar un botón y enviar una alerta general. Qué leches de botón, piensa, y también piensa que está perdiendo los modales. Ojo con las palabrotas, que con la chaquetita del chándal ya va bien la cosa del desclasamiento.
Qué es eso de la alerta general. Y otra palabrita que es como si se fuera a examinar de lenguas raras: ES-Alert. Todo el día allí metida y a las ocho de la tarde resulta que aprietas un botón y todo el mundo recibe en los móviles una alerta para ponerse a salvo de la torrentera. ¿Así de sencillo? De cuántas cosas que desconocía se está enterando en la reunión. Resulta que ella no tenía ni idea y eso que era la máxima autoridad del Centro de Emergencias de la Generalitat. Cuando vea al presidente se lo va a echar en cara.
¿Si la puso en el gobierno era para esto, para ponerse una insultante vestimenta, para ser la responsable máxima de que la gente no se fuera barrancada abajo, para estar todo el puñetero día (ojo con las palabrotas) pendiente de qué hacer porque los barrancos han decidido salirse de madre y ella, si la sacan del despacho y las recepciones, se siente más perdida que su colega Lola de Cospedal cuando tuvo que explicar lo de Bárcenas y su inextricable finiquito en diferido? Si lo llega a saber, como le dijeron una vez que canta un tal Krahe de un amor despechado, quita, quita, que el puesto de Consellera de las riadas y otros desastres ambientales que lo coja Rita.
Y ya fuera de los focos, sin el chándal rojo de las chirigotas, se sienta delante de la jueza de Catarroja. Cómo impone esa mujer. Vaya trago. Por eso lo mejor es descomponer el gesto, hundirse en un mar de lágrimas, llorar a moco tendido como cuando al moro Boabdil dicen que le chorizaron Granada los cristianos. Y declara que todos son culpables de la barrancada menos ella. Todos, hasta la rana escaldada en el agua hirviendo. Y después, ya en casa, no se le va de la cabeza lo jodido (vaya día que lleva con las palabrotas) que debe ser que la metan en la cárcel sólo porque ella siempre pensó que la política podía ser cualquier cosa menos pringarte de barro hasta las cejas. La tranquiliza pensar que Carlos irá a visitarla en el trullo de vez en cuando.
Y de repente, con el cepillo en el pelo, delante del espejo, se le acaba de escapar una sonrisa. Es una sonrisa extraña, entre pícara y malvada, como de madrastra de Blancanieves. Igual un día ya no irá Carlos a visitarla en la cárcel sino para quedarse con ella una larga temporada. Ay, esa sonrisa traicionera, piensa. Esa sonrisa…
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