Fuera de compás

Un pequeño malentendido

A menudo nos vemos envueltos en situaciones anecdóticas que tienen una correlación en relatos y canciones. Yo mismo he vivido muy detalladamente alguna copla de Los Flechazos, nada extraño para un mod que dedicó gran parte de su vida a esta maravillosa secta.

Los Flechazos

Los Flechazos / L-EMV

Fernando Soriano

Fernando Soriano

València

Existimos personas con un carácter híper emocional, fascinados por los comics, la literatura, el cine y la música pop, que pensamos que todas las canciones hablan de nosotros. Humanos con tendencia a la revisión nostálgica de sí mismos y afición por soñar despiertos hasta una completa desconexión de la realidad y de su fase superior, la actualidad, que suele resultar molesta para los demás en bastantes ocasiones. A menudo nos vemos envueltos en situaciones anecdóticas que tienen una correlación en relatos y canciones. Yo mismo he vivido muy detalladamente alguna copla de Los Flechazos. Nada extraño para un mod que dedicó gran parte de su vida a los conciertos, el baile, la estética y el callejeo para reforzar el sentimiento de pertenencia a su maravillosa secta. Pero es que lo del otro día se lleva la palma. Fue incómodo de verdad. Más que cuando me amonestaron por robar aquel loro en Portobello para ti.

En la canción “No soy yo”, el protagonista recibe una agresiva llamada telefónica de una mujer que le confunde con un acosador. Harta de que el tipo la llame a horas intempestivas declarándole su amor, la persiga y le envíe cartas románticas, la chica marca un número equivocado pensando que es el del fulano. Nuestro chaval se defiende como puede, apelando al malentendido, intentando calmar a la gachí y enviándola, finalmente, a hacer puñetas. En un maravilloso giro de guion, lo que sí reconoce es que la espía desde la ventana de un edificio cercano mientras se ducha. Alejandro Díez en estado de gracia, cabalgando sobre el ritmo del Londres sesentero a lomos del órgano de Elena Iglesias. Gloria bendita. Oro macizo. Miel de romero.

Pues lo mío, igual pero sin la salsa rosa. Un tiparraco tuvo que dejar un pufo económico importante a través de su empresa de servicios auxiliares, porque la agencia encargada de cobrar a los morosos me llama insistentemente reclamándome la pasta. La primera llamada se solucionó sin daños personales, dije que se habían equivocado de número y santas pascuas. Pasados cuatro días, una señorita con un potente acento andaluz y notablemente molesta por estar trabajando en lugar de estar en la feria de Sevilla (fue esa semana), me llamó sinvergüenza en cuanto le negué la filiación. A moi. Sinvergüenza. Pum. Y entonces reventó el dique que mi psicólogo lleva años construyendo para contener mis ataques de ira, sarcasmo y violencia verbal. 

Ella me increpaba sin parar, como una metralleta: que si las consecuencias legales, que esto no iba a quedar así, que cómo me atrevía a burlarme de ellos de esa manera. Yo le gritaba por encima: que quién era ella para hablarme así, que yo no tenía que ver en el asunto, que no conocía ni de lejos al carota que había proporcionado mi número de móvil, errónea o intencionadamente, y que bastante favor le estaba haciendo no colgándole para intentar terminar con el malentendido. “No me grites, quieres callar. Tú estás loca, mujer, creo que te has confundido al marcar. Te digo que no soy yo”. Como en la canción. Ella terminó colgando súbitamente y yo acabé agarrado a la verja de un solar con la garganta seca, anegada por la ceniza del odio, con la tensión por las nubes y al borde de una apoplejía, ante la estupefacción de los transeúntes que habían asistido al numerito. 

La semana pasada volvió a llamar. Mucho más suave. Le expliqué (como si fuera necesario, en lugar de bloquear el número, o no cogerlo, o denunciar el episodio) que vivía en Valencia y no en, pongamos Granollers, que trabajaba en una tienda de discos y para este diario, y que esperaba de todo corazón que dieran con el susodicho y le dieran su merecido. Ella, efectivamente sevillana, me dio las gracias y se disculpó por aquel encontronazo dialéctico. Me prometió que daría parte del equívoco para no seguir molestándome y me agradeció la paciencia y la información.

Nos despedimos amistosamente, pero yo me quedé con las ganas de explicarle que cuando la gente llamaba al 3692230, esperando encontrar a Joaquín Sabina, se ponía al auricular el empleado de una papelería harto de la situación propiciada por la sensacional “Todos menos tú” y aquel maldito número de teléfono. Y que me hubiera encantado ver el jabón resbalando por su piel. O al menos, haber comprobado cómo le quedaba el traje de flamenca en aquella feria que la pilló currando.

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