Plaza de toros de València, cinco de la tarde. Suena el pasodoble “Pan y toros”. La Feria de Fallas del año 2020, esa que había producido largas colas para comprar entradas a principios de febrero, abría el telón con una novillada sin picadores. Las fiestas josefinas ya se habían desperezado con una Crida que había sido un llenazo frente al virus a los pies de las Torres de Serranos y, en la calle, los monumentos falleros ya empezaban a tener presencia al compás de las mascletàs del mediodía con una plaza del Ayuntamiento atiborrada de gente.

En el coso de la calle Xàtiva, seis aspirantes a torero lidiaron unos preciosos erales, de buen juego, de la ganadería de Jandilla, con medio aforo de plaza lleno, a pesar del frío que se levantó al caer la tarde, mientras los más jóvenes ponían banda sonora a su tarde de fiesta con los petardos. Un nombre propio sobresalió de aquella primera y última tarde del ciclo josefino: el joven criado en la Escuela Taurina de Albacete, Alejandro Peñaranda, destacó por sus buenas formas tanto en el capote como en la muleta. Por su parte, el valenciano Javier Camps también cortó una oreja al novillo más flojo tras firmar una labor elegante.

Los jóvenes, que deben de tener su oportunidad y demostrar sus ganas de ser torero, fueron los únicos que actuaron en una feria en la que Enrique Ponce celebraba sus 30 años de alternativa con dos tardes y Roca Rey reaparecía después de su lesión con el primer "no hay billetes" del ciclo.

Pero aterrizó el coronavirus e hizo jaque mate a la Feria de Fallas, después de más de ochenta años de ciclo ininterrumpido. A los dos días de la novillada, después de que el Gobierno decidiera que todos los partidos de cualquier deporte se jugasen a puerta cerrada y sin público con el objetivo de frenar el avance de la pandemia, sobrevoló la idea de la suspensión. Y el 11 de marzo, día en que el virus aplazó las Fallas 2020 de manera definitiva, también se consumó la anulación del ciclo taurino.

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La grieta era profunda aquella tarde del 8 de marzo de hace un año, pero desde los tendidos, apenas se intuía. La convocatoria, como cada inicio de temporada en València, era ilusionante porque volvías a tener contacto con los amigos de siempre, los banderilleros retirados que más sabían y los nuevos aficionados que, por primera vez, se sacaban un abono. Además, en los tendidos encontrabas, a golpe de vista, a los novilleros que estaban acartelados a pocos días de feria con los sueños pintados en sus ojos. Ese ritual del miedo -como Caballero Bonald define el toreo-, que atrae por su potencia estética y su apasionada impresión, volvía a andar en una nueva temporada después de la última novillada del año anterior, que se había celebrado hacía cinco meses en honor al 9 d’Octubre. 

El humo espeso del Ducados, las cáscaras de pipas, la merienda del vecino de localidad, las conversaciones sobre el detalle de la lidia, el silencio, los gritos y la imagen de algunos toreros, que parecían toreros tanto en la calle como en la plaza, eran los tópicos que arrojaba la primera tarde de feria. Sentarse, de nuevo, en el tendido era observar cómo un país con dificultad para ponerse de acuerdo en asuntos de vital importancia, sí conseguía un mínimo de consenso democrático alrededor del aquel ruedo con un diámetro de 47,5 metros. La causa común que unía en feligresía a los aficionados era la emoción. Hacer catarsis al encuentro de la belleza y el misterio del toreo. Pero, ahora, se cumple un año vacío de emociones. Y con la plaza silenciada, muda. Qué tristeza.