Volver a una plaza de toros después de 1 año, 2 meses y 11 días fue una sensación rara, como un escalofrío de tensión, misterio y plenitud. No fue solamente el hecho de volver tras casi 500 días, sino ir al encuentro del mantenimiento de una reliquia casi sagrada como es el rito del toreo en el siglo XXI, un tiempo diezmado por una pandemia mundial. Era como si después de un tsunami interminable, volvieran a calentar los primeros rayos de sol y la vida floreciese de nuevo. Y la fuerza de los recuerdos enamoraran otra vez. Sentarse en el tendido era como si hubiesen vuelto los buenos tiempos, aunque con la distancia de seguridad pertinente, la reducción de aforo y la mascarilla higiénica como máximas medidas de contención en un entorno abierto.

Fueron tres días muy luminosos, casi tan mediterráneos como la poesía de Francisco Brines, pese a celebrar San Isidro en Vistalegre, en el corazón del barrio madrileño de Carabanchel, y aunque la desgracia del coronavirus siguiera arrastrándose a nuestro alrededor y todavía podía tocarnos con las manos.

Los primeros minutos del miércoles fueron un impacto. El primer toro abrió en canal el pectoral, como si fuesen navajazos, del banderillero de confianza de Roca Rey, Juan José Domínguez. Después de un año largo sin ver toros en vivo y directo, enfrentarse a esta trágica situación fue entrar en un estado de shock, de una frialdad absoluta hasta que llegó la reminiscencia del toreo y, de nuevo, nos salvó.

Aguado, un monumento a la verónica

Dos valencianos d’Albalat dels Sorells, Javi y Adrián, se hicieron 600 kilómetros este miércoles para ver el mano a mano Roca-Aguado. En la fila 14 del tendido de sombra, estos aficionados valencianos, unos estudiosos del toro y su historia como eje central de la fiesta, departieron en valenciano rodeados de madrileños y se emocionaron con Aguado. El torero sevillano hizo un monumento a la verónica y restauró la mejor tradición lírica del toreo, con una pureza luminosa y un temple como vivificante, creador. La inspiración es huésped en su concepto, como le ocurrió siempre a los grandes capoteros como Curro Romero y Rafael de Paula. Incluso Pepe Luis Vázquez, que ese día cumplía ocho años de su muerte y Aguado no pudo torear mejor en su memoria. Volver a escuchar ese sonido habitual en una plaza, esa especie de exaltación amplificada, los gritos de olé, fue medicinal.

El torero puede, por haberse situado más allá de lo perecedero, eternizar en la memoria la existencia de unas verónicas, como marfil pulido, gracias a su belleza y al impacto que aporta la emoción de vivirlas. Fue como ver esas “Pasiones mitológicas” que cuelgan estos días del Museo del Prado, donde destaca la reunión de las “Poesías” que Tiziano pintó para Felipe II.

La profundidad de Ureña

Ver a Ureña en Madrid, sea en la plaza que sea, es entender que el toreo es un compromiso vital con la afición. El espada murciano destacó el jueves por encima de su terna y ofreció su versión más auténtica, como si después de este letargo, se hubiera vuelto a encontrar. Destacó la profundidad de su mano izquierda por encima de todos los matices. Y la belleza y la expresión de su trazo acompañado de un rigor técnico exacto. La oreja que cortó se la pidió hasta El Capea. Su otra faena fue un alarde de su valor, tan duro como el cemento. Las duras embestidas pasaban por sus muslos como unos misiles, sin saber dónde podían explosionar. La pureza de su toreo tiene un halo sobrecogedor, de supervivencia. Y esa es la emoción que aporta la incertidumbre y el misterio propio de aquello auténtico.

El sabor de Urdiales

Las verónicas de Urdiales a su primero, después del minuto de silencio en memoria de Francisco Brines, rasgaron la memoria, con un perfume tan auténtico que arrebataba el deseo de seguir viendo el festejo y eso que compartía cartel con Manzanares y Roca Rey. Se abrió de capa como el Premio Cervantes abría el corazón en cada verso, con ese olor que trajo el recuerdo de las esencias de Romero y esa luz con la que solo Sorolla fue capaz de pintar el mar.

Nadie ha toreado igual de muleta esta feria como él lo hizo al cuarto Victoriano porque no hay mayor turba revolucionaria que el toreo clásico, el auténtico, el de siempre.

Los poetas, como los toreros, son eternos habitantes de lo imposible. Pero cuando se hace posible ese misterio, los muletazos, como la propia poesía de Brines, son para el recuerdo. Con esa colocación tan pura y tan vacía de maquillaje, la plaza de Carabanchel rugió como nunca lo había hecho hasta ahora. Y, claro, la torería de Urdiales estalló con esa dulzura, ese temple y esa lentitud que tardará en apagarse dentro del imaginario colectivo.

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El tiempo pone a merced de la memoria vivencias extraordinarias pero, como dejó escrito Brines, “somos un paréntesis entre dos nadas”, “un tránsito pensante, sensible, que por ahí anda a perderse en la nada”. El tiempo lo deshará todo, lo convertirá en polvo y cuando sople el viento se lo llevará. Pero mientras llega ese momento, la emoción siempre es la huella que queda en la memoria. Siempre.

Por último, una posdata para el doctor Enrique Crespo y su equipo médico, ángeles de carne y hueso que se pusieron el ropaje de superhéroes para salvar la vida de tres hombres a los que no le importó ponerla en juego para crear emoción. El brindis a los médicos del propio Ureña fue auténtico porque a él, como a la mayoría de toreros, un día también le salvaron la vida. Y es que no hay mayor filosofía humana que esa: ofrecer la vida a un animal mitológico como el toro para exaltar la propia vida.