Vargas Llosa y los toros: "Seré el Manolete del Perú"

El Premio Nobel de Literatura vivió su primera corrida de toros a los nueve años, momento en el que nació su vocación por ser torero

Admiró a toreros de la talla de Curro Romero, Ponce y ahora a su compatriota Roca Rey

Mario Vargas Llosa con el torero peruano Andrés Roca Rey durante una jornada de campo.

Mario Vargas Llosa con el torero peruano Andrés Roca Rey durante una jornada de campo. / efe

Jaime Roch

Jaime Roch

València

Era fácil entrever la afición a los toros de Mario Vargas Llosa, quien ha muerto este lunes a los 89 años, por la exquisita prioridad que ejercía el toreo en su vida de escritor, estabilizada esa pasión entre lo estético y lo moral, como él mismo afirmó más de una vez.

Siempre le llamó la atención la plasticidad de cierto barroquismo puramente clásico que desprendía la tauromaquia de Curro Romero y Antonio Ordóñez y el sesgo combativo en su poder delante del toro que infundían toreros de la talla de Luis Miguel Dominguín y Enrique Ponce y ahora viajaba por las plazas para ver el impacto revolucionario de su paisano Andrés Roca Rey.

Su exacerbado fervor taurino quedó expuesto definitivamente en el pregón pronunciado el 23 de abril del 2000 en el teatro Lope de Vega de Sevilla para inaugurar la Feria de Abril en la Maestranza. Muy pocos, contadísimos escritores en lengua española, han adjetivado la fiesta de los toros con la sutileza con que lo hizo Vargas Llosa: "Cuando un torero alcanza a llevar la faena a ese nivel de compenetración, complicidad e inteligencia entre él y su adversario, la fiesta logra su densidad esencial: su belleza y misterio estallan a plena luz, y el espectáculo nos arrebata, acercándonos por unos instantes de eternidad, como ciertas elegías de Garcilaso o sátiras de Quevedo o alegorías de Góngora, o la música de Mozart y Beethoven, o la perfección de Las Meninas de Velázquez o las visiones de los frescos de la Quinta del Sordo de Goya, al absoluto, esa súbita revelación de lo que somos y de lo que es la entraña de la vida, su sentido profundo, alquimia impalpable que nos justifica y nos explica", exponía sobre la tauromaquia en la mencionada conferencia. También escribió prólogos de libros sobre Ponce y José Tomás.

La admiración a Felipe Sassone

Al Premio Nobel de Literatura también le fascinaba la literatura taurina, especialmente un compatriota suyo: "Pocos comentaristas han descrito como el olvidado Felipe Sassone, con tanta hondura y gracejo, la función del coraje y el pundonor de que hacen gala los hombres, y ahora también las mujeres, que, vestidos con un traje de luces, salen al ruedo a lidiar a los toros”. Siempre destacó su delicioso librito dedicado a la fiesta taurina, 'Casta de toreros'.

Pero él no descubrió las corridas de toros en la plaza de Acho (Lima), sino en Cochabamba, la ciudad boliviana donde paso su infancia. En la casa familiar de Ladislao Cabrera se hablaba mucho de toros, se recordaban corridas célebres entre sus tíos y abuelos y había discusiones sobre Juan Belmonte y Joselito El Gallo: "La familia se inclinaba por el coraje de Belmonte más que por la ciencia de Joselito por razones algo chovinistas, pues el diestro de Triana estaba casado con una pe-ruana, y, también, porque, por una razón inextricable que nunca averigüé, un capote suyo -o supuestamente suyo- había llegado a manos del tío Juan".

Mario Vargas Llosa conversa con Enrique Ponce en la plaza de Acho, en Lima (Perú).

Mario Vargas Llosa conversa con Enrique Ponce en la plaza de Acho, en Lima (Perú). / EFE

El capote de Juan Belmonte

Ese capote de paseo, de grana y oro, creaba la admiración de los primos y solo se sacaba del baúl en contadísimas ocasiones, ya que estaba guardado con naftalina que lo protegía de las polillas. Impactado por las historias escuchadas desde niño, a los nueve años acudió a su primera corrida de toros de la mano de su abuelo Pedro. Vivió el espectáculo en ese pequeño cerro llamado El Alto por los cochabambinos, donde estaba el coso de la ciudad. Nada más salir del festejo le comunicó a su abuelo que quería ser torero, en vez de ser aviador como Bill Barnes, o mago como Mandrake: "Seré el Manolete del Perú". Una vocación que solo vivió de los sueños porque nunca llegó a torear.

"No todos tienen por qué sentir y entender los toros, como no todos los seres humanos comprenden la poesía, la música, la pintura, y gozan con ellas. Es perfectamente legítimo que así sea, puesto que el rasgo primordial de la existencia es que seamos diferentes, que a unos exalte, alegre y emocione lo que a otros aburre, desmoraliza y entristece. Entre todas las artes, acaso la más difícil de explicar racionalmente sean las corridas de toros, una fiesta que no conquista jamás, en primer término, la inteligencia y la razón, sino las emociones y sensaciones, esa facultad de percibir lo inefable, lo innominado, que fraguan la sensibilidad y la intuición, exactamente como ocurre con la poesía o la música". Eso, nada más y nada menos, dejó dicho en el pregón pronunciado en Sevilla. Con el respeto y la sensibilidad de un Premio Nobel de Literatura que quiso ser torero.

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