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Mayores ante la segunda ola

Testimonio mayores segunda ola pandemia

No pueden reunirse con sus familias desde hace meses y han sufrido, en ocasiones, semanas de confinamiento en habitaciones individuales sin contacto social. La pandemia que ha cambiado toda nuestra vida también lo ha hecho con la de los mayores. Dos de ellos, Isabel y Felip e, narran cómo han vivido las restricciones a causa del virus y cómo afrontan ahora el futuro incierto que tienen ante sí.

Lo primero que quiero hacer cuando esto pase es salir a ver el mar como hacía antes

Isabel Catalán Bel. 92 años

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Mira que he vivido cosas en esta vida, porque ya soy muy mayor, pero llevar bozal... nunca. Es lo que peor encuentro, el bozal. Me cuesta hablar y paso mucho calor». A sus 92 años de vida -nació el 28 de 8 del 1928- Isabel Catalán Bel vive la crisis del coronavirus enemistada con la mascarilla y «a veces bien y a veces mal». Bien es cuando ha podido descansar la noche anterior -«es que duermo con aparato para poder respirar mejor y si me lo quito luego voy como dormida»- y cuando se acuerda de las cosas que la memoria insiste en mezclarle en un amasijo de recuerdos inclasificables; o cuando su hija, que vive muy cerquita, le trae un cojín nuevo «que es una maravilla y ya no me duele la espalda» y esas monedillas sueltas para la máquina del café de después de comer - «que no es café, es aguachirle, pero mira, engañas al olfato...». Bien es también cuando su hijo, su hija y su yerno fueron a cantarle, bajo un sol de justicia, ‘cumpleaños feliz’ desde el otro lado de la valla de la residencia del Vedat en la que vive. Hacía dos meses que no podían verla, solo hablar por teléfono. Y eso se nota anímicamente, para todos. Bien también es cuando puede ver los documentales de animales que tanto le gustan en la pequeña televisión que le regaló su nieta en los días mas duros del confinamiento para que el aislamiento en la habitación fuera más llevadero o poder estar junto a los demás residentes, compartiendo, aunque sea a distancia, mucha distancia.

Mal, por contra, es cuando piensa en si ‘esto’ «durará mucho» porque el tiempo es un bien preciado que es consciente juega en su contra. «Tu eres joven», me dice, «y tienes toda la vida por delante pero yo ya solo quiero que esto acabe pronto, estar tranquila, que encuentren la vacuna y poder reunirnos de nuevo». Una tranquilidad que ella encuentra ahora en la sencillez de hacer pulseras de colores para su biznieta Eva, a la que no puede ver desde marzo, aunque en realidad las hace para toda la familia. «Me entretengo y me gusta. Hago para las chicas y para los chicos. Es que muchas cosas más no hay para pasar el tiempo aquí, la verdad. Antes hacíamos talleres y actividades pero ahora con todo esto no podemos. ¡Si hasta nos sentamos para comer separados! Y entre que somos viejos, sordos y tenemos que llevar el bozal no nos enteramos de los que nos decimos unos a otros», explica entre risas.

Hace tiempo que no ve las noticias «porque nos ponían muy nerviosos y tristes» aunque tiene un mensaje claro para quienes no han vivido nada más confuso, ni incierto, ni raro que esto: «hay algo peor que una guerra, la posguerra. Y esto no es ni una guerra ni la posguerra. Ahora hay de todo: tenemos comida, tenemos techo, tenemos la tele... No se puede comparar con las bombas y el hambre. Esto se encontrará una vacuna y pasará, la guerra es lo peor de todo». El recuerdo de la contienda la ha acompañado toda su vida, como si fuera un tercer apellido. Cuando empezó el horror, Isabel tenía ocho años y, pocos después había perdido a un hermano, otro estaba en un campo de concentración y una de sus hermanas, de 15 años, moría de tifus. Con el resto de ellas, tres, y su madre, viuda, hicieron piña. Por eso es rara la conversación en la que algo de todo aquello no encuentra un hueco por el que colarse. Pero últimamente menos, porque el bicho acapara muchas de las conversaciones. «Antes del coronavirus, después del coronavirus».....

Antes del coronavirus, cada sábado, salía con su hijo a dar una vuelta con el coche. «Íbamos al puerto de València, a l’Albufera, veíamos pueblos.... A veces hasta llegábamos a Casablanca, la playa de Almenara, mi lugar de nacimiento y donde viví muchos años. Ir a Casablanca me gustaba mucho y me encantaría volver a ir en cuanto se pueda para ver la casa, pasear por las calles, ver a la gente que todavía conozco allí, comer una paella en el Yanfort....». Le sonsaco un poco más que desearía poder hacer si no sufriera las restricciones tan intensas que sufre al ser persona de riesgo y que, en ocasiones, la obligan a estar encerrada en su habitación durante largos periodos. «Lo que más me gustaría es ver el mar. Bueno, la mar, porque yo siempre he dicho ‘anar a la mar’. También ir a algún restaurante cerca de la playa. Aunque claro, lo que más me gustaría es ir a comer a casa de mi hija en una de esas comidas que hace con muchos platos ‘en companyia’ de toda la familia» añade resignada.

A veces se cansa de que le pregunte tanto y entonces Isabel pregunta a Isabel. «¿Y a ti como te va la faena? ¿Todavía estás ahí tan tarde? ¿Y qué cenas?». Yo le digo que sí, que mi trabajo es así, que sabes cuando entras pero no cuando sales y que ahora hay muchas noticias. Y entonces ella me da consejos: «Pues cuando acabes tarde te puedes preparar una sopa de esas de sobre que aunque parezca que no, están muy buenas. Pero es mejor si primero te haces un sofritito rápido con un poquito de cebolla, tomatito y ajo. Luego se lo añades al sobre y verás». Y le digo que le haré caso y me da recuerdos para mi marido -«qué suerte tienes con él»- y para toda la familia. Y me despido escuchando sonidos de besos al aire al otro lado del teléfono. Porque Isabel Catalán Bel, la enemiga irreconciliable del bozal, es mi abuela.

Por Isabel Olmos Sánchez

No tengo miedo ni al virus ni a morirme. Lo que temo es sufrir

Felipe de Luz. 73 años

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Felipe de Luz no teme al coronavirus. No le asusta la muerte. A sus 73 años asegura que ahora vive «los minutos de la basura», ese tiempo que resta cuando el partido de baloncesto en la NBA ya está decidido. Felipe no le tiene miedo al virus. Felipe lo que teme es «sufrir» porque «de eso sí sé bastante». Vive en la residencia pública de Carlet desde que hace 6 años salió del hospital. Ni pasó por casa. Su plaza pública se gestionó mientras estuvo ingresado y entró, por segunda vez en su vida, en coma. Con un expediente médico que suma un cáncer, un ictus, neumonía, diverticulitis y más dolencias, el hombre precisa de unos cuidados y atenciones que solo puede recibir en una residencia al carecer de una economía que le permita recibir esos mismos servicios en su casa y por vía privada. Su mente está en perfecto estado, pero su cuerpo no le acompaña.

La primera ola de la pandemia le pilló, como a todos, por sorpresa. «Yo estaba acostumbrado a salir de la residencia todos los días y eso es lo que peor llevo. Aquí dentro el ambiente es bastante deprimente. Las instalaciones están muy bien, pero hay muchos mayores que están fatal y eso afecta. Lo peor ha sido, sin duda, la soledad porque he estado 145 días en cuarentena y la soledad te come y eso que no soy una persona que se relacione mucho con sus compañeros. No me gusta la televisión y si no fuera por las redes sociales me hubiera tirado por el balcón», asegura.

Felipe no teme ni al virus ni a la nueva oleada, ya que las medidas de seguridad impuestas en la residencia de Carlet «son muy estrictas, aquí no entra ni sale nadie. Solo tenemos permiso para pasear por el jardín y si salimos fuera debemos volver a entrar con una PCR negativa y guardar 14 días de cuarentena. Catorce exactos encerrados en la habitación. Yo acabo de terminar esa cuarentena impuesta porque me fui un fin de semana fuera. Necesitaba respirar y airearme, pero la vuelta fue muy dura por el encierro», relata.

La residencia de Carlet es unos de los centros residenciales de mayores gestionados directamente por al Generalitat. Llegó a tener medio millar de plazas y este verano disponía de 356, con 295 de ellas ocupadas. De los más de 500 fallecimientos que se ha cobrado la pandemia en las residencias de mayores valencianas solo uno se produjo en la de Carlet, que registró 16 contagios de covid-19 entre los usuarios y siete entre los 211 miembros de su personal. Por eso, Felipe recalca que «aquí ha habido muy pocos casos de contagios y muertes aunque la verdad es que cuando aquí fallece alguien tampoco sabes de qué. No hace falta pandemia para saber que en las residencias nos morimos de viejos». Lo que sí sabe es que se ha reducido el número de usuarios a la mitad, lo que se ha traducido en habitaciones individuales para los residentes. «Yo estoy solo en la habitación desde hace más de dos años. El último compañero que tuve era muy majo e hicimos amistad porque hablábamos el mismo idioma y era un hombre culto con el que se podía hablar y hasta discutir. Pero se murió y ya no he vuelto a tener un compañero de habitación. También hice amistad con otro residente que también tenía la cabeza bastante bien amueblada, pero se fue de la residencia y desde entonces pues no tengo compañía, aunque tampoco la busco».

No le gusta la televisión pero no ha sido ajeno al tratamiento informativo de la pandemia, ni a los escándalos publicados sobre residencias que maltrataban a sus mayores. «La mayoría de las personas que está en las residencias está muy indefensa porque si la mente no acompaña... Pero aquí jamas he visto un trato semejante a un mayor. Me parece increíble que alguien que se dedique a los cuidados pueda actuar de esa forma. Yo no sería capaz de atender a mayores tan deteriorados... Bueno, ni a mí mismo me atendería, la verdad, porque convivir con la miseria humana es muy lamentable. Pero vamos, que trabajadores del sector maltraten a usuarios tan vulnerables me deja sin palabras», afirma.

Felipe vive en la residencia porque no tiene otra opción. Se adapta a las normas y no se queja. «Las comidas son modestas , pero hay tres opciones para elegir y yo tampoco soy muy delicado. En el comedor y en los espacios comunes estamos muy separados y si antes tenía poca relación con los compañeros ahora aún tengo menos. La gente se queja de cosas que no entiendo. Aquí pagas un porcentaje de tu pensión y tienes las necesidades cubiertas pero esto no es un hotel. Y tampoco es un hospital. Yo no me quejo y el personal se porta de diez. Las instalaciones y los servicios están muy bien pero la residencia no estaba preparada para esta pandemia, normal. Ahora tenemos medidas muy estrictas que entiendo que son necesarias pero minan la moral porque a mí salir a pasear todos los días me ayudaba a sobrellevar mi estancia y ahora todo me resulta más pesado», explica.

Aún así, Felipe es un hombre que se adapta a las circunstancias, así que pasa los días en la biblioteca del centro y entretenido en las redes sociales mientras vive esos «minutos de la basura» tras una vida «larga e intensa» y sin miedo al qué pasará.

Por Mónica Ros

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