Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

"Sobrevivimos a la heroína"

"Era 1980, empecé con porros, pasé a las anfetaminas, conocí la ruta Destroy (también llamada del Bakalao) y me desboqué". De ahí a la heroína y a tocar fondo. La historia de Sofía es la cientos de jóvenes valencianos triturados, como sus familias, por el 'caballo'. Los relatos de tres, en estas páginas

Mural de Escif contra la droga en la calle de la Beneficencia de València, detrás del IVAM.

El "caballo" trituró familias y mató a cientos de valencianos en los años 80 y 90 del siglo pasado, pero hay supervivientes. Tres exadictos, hoy gente con una vida plena e hijos universitarios, relatan sus años de infierno y resurrección

Sofía, Sandra y Claudio tienen entre 54 y 58 años, un aspecto vigoroso, vida estable y muchos planes por cumplir. Si dividieran sus vidas en cuatro o cinco capítulos, al menos uno estaría escrito entero por la droga. Pero eso pocos lo saben. Los tres son supervivientes de la heroína, aquella pandemia silenciosa de los años 80 y 90 que llenó los cementerios de jóvenes. No hay cifras oficiales, pero sí estimaciones: según diversas fuentes, cerca de 30.000 españoles, aproximadamente unos 3.000 de ellos valencianos, perecieron por sobredosis en aquella carnicería, y unos de 200.000 requirieron tratamiento a causa de la dependencia. Algunos sobrevivieron y están aquí para contarlo. Con discreción, sin fotos, porque el estigma está ahí. Levante-EMV ha hablado con tres exusuarios de Proyecto Hombre y con su director, que recuerda la avalancha de enfermos de una dolencia desconocida, como lo es hoy la covid-19.

La vida de Sofía era un ensayo de juventud perdida a los 17 años. «Me había dejado el novio y aquello me afectó mucho. Cambié de pandilla. Era el verano de 1980, en plena época de la discoteca Espiral. Empezamos a fumar porros y luego yo seguí con mescalinas y anfetaminas. Conocí la (entonces incipiente) ruta Destroy, y no Bacalao como le llaman, y me desboqué», recuerda Sofía, hoy una de las sanitarias a las que aplaudimos desde los balcones. Está casada desde los 30 años y tiene una hija universitaria a la que este verano le contó uno de los 5 capítulos de su vida. «Tenía esa necesidad, por mí pero principalmente por ella», explica Sofía, hija de la clase media de aquella València de la transición que, junto a Madrid, Barcelona y Bilbao sufrieron especialmente el negocio del caballo, un fenónemo eminentemente urbano.

"Yo empecé a tontear con las drogas a los 17 años porque me dejó el novio, ya ves. Era la época de Espiral. Me enganché a la heroína, paré un tiempo y luego toqué fondo. No había ninguna información"

Sofía (nombre simulado)

decoration

La heroína esclavizó a muchos hijos de la pobreza, pero también atacó a la clase media, y alta, en aquellos años del «todo vale». Los yonquis pijos no atracaban tiendas ni robaban bolsos y radiocasettes, pero sí dinero y joyas en casa. «Una vez conocí la heroína, empecé a sisar todo lo que podía, a hacer trapicheos. Paré un tiempo, estudié mi carrera, pero cuando cambié de ciudad por trabajo conocí a mi primera pareja, que se drogaba y ya tenía el SIDA e inicié una destrucción absoluta. Toqué fondo. Nos gastábamos todo el dinero en unos días. Era trabajar para ‘meterse’ cada día, la nevera vacía… un caos. La supervisora habló conmigo y yo estaba tan mal que se lo reconocí. Tuvo que venir mi hermana a buscarme porque no me quedaba ni dinero para el billete», recuerda Sofía. Como otros muchos, dejó el jaco a pelo en Proyecto Hombre (PH), que abría entonces sede en València como alternativa a otras asociaciones, algunas de dudosa credibilidad. En pleno boom de la heroína, PH tardó poco en ser el referente. «Entonces nadie sabía nada de las drogas. En Proyecto, a diferencia de otras asociaciones, había mejor preparación porque tenía años ya de recorrido en Italia», explica Vicent Andrés, director del centro PH de València.

Los heroinómanos con familias desestructuradas, mayoría, lo tuvieron muy crudo. Porque la familia era el bastón principal de la terapia. «Sólo tenía a mi familia y me aferré a ella. PH fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Fue muy duro al principio, pues solo puedes llevar encima el tabaco y el DNI. Te quitan toda la prepotencia que llevas encima. Mi problema era de autoestima y no había sabido gestionarlo», apostilla Sofía 25 años después de dejar la adicción. «Fueron 14 años horribles, de bajar a los infiernos. Tuve suerte», recuerda Sofía, una mujer guapa, todo brío y voluntad a sus cincuenta y pico años. «La voluntad es un músculo», apostilla orgullosa aquella superviviente de una València de desenfreno político y social, de «tirones» de bolsos, coches con las ventanillas rotas en barrios pudientes, recreativos con olor a hachís y negocios sucios en la trastienda y de encontrarse algún joven muerto por sobredosis en un coche, en un solar o en un baño de una discoteca, con una jeringuilla en el brazo. La misma urbe de una sana y hasta divertida rivalidad juvenil entre mods y rockers y de antros oscuros con olor a hierro quemado, como el Troya, dónde chavales como el Piojo, de padre alcohólico y maltratador, apuraron su corta vida entre picos y tequilas. En medio de todo eso, el caballo atacó sin distinción de clases a unos y a otros. Amods, rockers, jóvenes de barrio obrero, punkies, heavis y pijos. Desde ricos a desheredados.

Sandra, otra hija de la clase media valenciana y que también se presenta con nombre simulado, no olvida el día que conoció a la dama blanca: «Fue fumada (un chino), en una discoteca de El Saler. Me sentó muy mal, pero al rato ya tenía una sensación placentera. Llevábamos tiempo con las mescalinas y la coca, y la heroína era algo que ayudaba a ‘bajarlo’. Estaba en plena circulación. No sabíamos el peligro que tenía».

"Yo recaí dos veces. Conocí ‘las cañas’ (híper de la droga), donde muchos iban a ‘pillar’ para el bajón de la coca. Entonces ya casi nadie se pinchaba, todos se la fumaban y la coca ya era la reina de la fiesta"

Claudio (nombre simulado)

decoration

Entonces los jóvenes de la movida valenciana ya iban a los locales de la Ruta y escuchaban rock and roll, pop británico y flamenquito: Camarón, los Burning, The Who, Los Chichos, Inmaculate Fools o Los Calis, coincidiendo con la invasión de la música techno. «Seguí con la fiesta y la heroína se volvió cada vez más frecuente y así, sin darte cuenta, estás enganchada. De repente, ya no te la fumas, te la pinchas porque es más efectiva».

Sandra, hoy madre de dos hijos y un buen trabajo, podría hacer un callejero de aquella València sólo con los lugares dónde iba a «pillar»: las casitas rosas, Natzaret, el Chino, africanos de Liberia y Sierra Leona repartidos en pisos aquí y allá. Le tiembla la voz al recordar un fragmento de aquel capítulo oscuro: «Una tarde le pedí a mi padre que me acercase a la calle Yecla para recoger algo para un trabajo. Llegamos, subí al piso del ‘negro’, me ‘puse’, bajé y me monté en el coche otra vez para volver a casa». «Llega un momento que la heroína es asidua, hay que comprar todos los días», explica Sandra, que fue una niña bonita que llevaba a los chicos de calle en la Cánovas ochentera de Zorba’s, Dúplex o Tutti Frutti.

«Ahora pienso dónde iba a ‘pillar’ y no me lo creo. Eran contactos que te pasan y luego vas sola. Te juegas la vida. Pero, claro, sólo existe la heroína. Los años de fiesta me lo pasé brutal. Pero una vez tocas la heroína desaparece todo eso», añade Sandra, que perdió a varios amigos por culpa del caballo y del VIH. Ella, como Sofía, tuvo suerte. Y una familia que la sacó del agujero. Tras entrar en PH, también pasó el mono en casa: una semana de moqueo, lagrimeo, calambres y dolores musculares, acompañados de una ansiedad salvaje.

«Hoy en día apenas llegan a PH adictos a la heroína y los que la consumen, la fuman. La gran mayoría viene por la coca y el alcohol. Eso sí, de vez en cuando aún llega algún yonqui sesentón que sigue drogándose, pero cada vez menos», explica Vicent Andrés.

Claudio completó su programa de PH en València a cambio de evitar una condena de cárcel por un robo con intimidación. De padre empresario, su vida comenzó a ser un vaivén de paz y horror a los 18 años, también «por las malas compañías y la mala cabeza». Su cruzada contra la heroína fue más costosa. En sus dos recaídas conoció otra València oscura: la de las cañas (híper de la droga), dominada por traficantes subsaharianos, y la de los viejos afters de Russafa, la ruta salvaje de la cocaína, dónde el jaco aún circulaba para los bajones del perico. «Yo derroté a la heroína. Fue gracias al empeño de mi padre, y, finalmente, al mío. Si uno no quiere, no puede», asegura con su voz de tipo duro. «Yo volví a hacerme coca y eso me llevó de nuevo a la heroína. Te puedo decir que no existe nada en el mundo que enganche más que eso. Es una mierda», sentencia con su acento canario. 

Compartir el artículo

stats