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Las dos caras de la donación de óvulos

Las dos cara de la donación de óvulos

¿Altruismo o explotación reproductiva? La donación de óvulos habita en el imaginario colectivo como un acto solidario de mujeres que ayudan a otras a ser madres, pero este cuento con final feliz tiene un reverso: el de las vivencias a veces amargas de las donantes, la mayoría muy jóvenes, donde el incentivo económico está presente

Son muy jóvenes e irradian felicidad porque gracias a ellas, a un gesto a priori sencillo y sin complicaciones, otras mujeres pueden cumplir su deseo de ser madre. La donación de óvulos empodera a las mujeres, las hace imparables, solidarias. Todo son ventajas porque nada más gratificante que darse a las demás y hacerlo, además, a cambio de nada. La ley de Reproducción Asistida de 1996 establece que la donación no puede tener un «incentivo económico para la donante». A partir de ahí habla de compensación económica resarcitoria por «las molestias físicas y los gastos de desplazamiento y laborales», que las clínicas privadas han situado en torno a los mil euros. Hasta aquí la ley y también el cliché, la imagen edulcorada que ofrece la publicidad de las centros autorizados para una técnica que ha ayudado a miles de mujeres a ser madres, pero que tiene también un lado oculto, a veces amargo, el de la experiencia de las donantes que se enfrentan a un tratamiento invasivo y en el que la motivación económica está muy presente.

La donante tiene que pincharse en el abdomen durante varios días inyecciones de hormonas para estimular la producción de óvulos y luego someterse a una punción (para la extracción de los óvulos) con anestesia. Bombas hormonales con impacto físico pero también emocional. El asunto es complejo y empieza ya a introducirse en la agenda feminista en forma de denuncia. La exdiputada socialista Ángeles Álvarez, activista del movimiento No somos vasijas, considera que, como en el caso de los vientres de alquiler, es una forma de mercantilizar el cuerpo de las mujeres: «Se vende como altruismo, pero es explotación reproductiva porque se capta a mujeres muy jóvenes con necesidades (se calcula que el 70 % son universitarias) a las que no se les informa de las consecuencias». Afirma Álvarez que no está en contra de la donación, pero sí de cómo ha derivado en «un negocio dónde fallan los controles, la información, la perspectiva de género y poco importa la salud de la donante», que en algún caso puede resentirse gravemente.

Es lo que le ocurrió a la madrileña Aída Martín Gómez. Su caso saltó hace unas semanas a la prensa al ser una de las pocas donantes en dar la cara y anunciar una cruzada legal contra la clínica en la que fue tratada y que, según su relato, se desentendió de ella al complicársele el tercer proceso de donación al que se sometió por «pura necesidad económica y en contra de mis principios». Acabó intervenida de urgencia, a punto de desangrarse. En conversación con este diario, Aída admite que quiere llevar al centro a juicio, para «manchar su nombre» y que se hable de lo que califica como «compra-venta» a costa de mujeres «muy jóvenes».

El caso de esta chica, que empezó a donar con 24 años, no es único pero tampoco común. Si atendemos a los datos oficiales del Ministerio de Sanidad, el riesgo de hemorragia tras la punción es del 0,5 %, mientras que el de hiperestimulación ovárica, del 5 %. La web ministerial cita también riesgos psicológicos y relacionados con la anestesia. Advertencias que es muy difícil encontrar de forma tan detallada, en los folletos publicitarios.

CV Semanal ha recabado la experiencia de dos valencianas que donaron a los veinte años. Sus vivencias son distintas, pero ambas coinciden en que lo hicieron por dinero. Son Martina y Laura. Las dos prefieren conservar el anonimato, ya que, pese a la propaganda, es un tema tabú. Martina, estudiante de enfermería, no tuvo problemas de salud, pero está arrepentida. «Ahora me doy cuenta de lo delicado que es someterse a un procedimiento como este y de sus riesgos; la anestesia, los pinchazos. Existen procedimientos de asepsia para inyecciones y podría haberlo hecho mal», relata. Y luego están las dudas posteriores. «A veces me pregunto si seré fértil, he leído testimonios de chicas con ovarios poliquísticos, pero entonces solo pensaba que me iban a dar casi mil euros por no hacer nada». Como otras tantas, Martina llegó al mundo de la donación por el boca a boca. «Pasaba una mala situación económica y una compañera de clase me comentó que ella y sus amigas lo habían hecho sin secuelas. Insistió mucho y luego descubrí que en la clínica dónde donó le daban cien euros por cada paciente que llevaba», cuenta.

En la primera entrevista en ese centro la rechazaron al descubrir que sus padres eran de origen latino. «Me dijeron que lo sentían, que buscaban otro perfil, supongo que querrían una carga genética similar a los receptores, pero yo ya contaba con ese dinero e investigué por mi cuenta y fui a otra clínica». Allí la aceptaron. Le dieron a firmar varios papeles, incluido el consentimiento informado. «Era tan extenso y yo estaba tan decidida que ni me puse a leerlo» , recuerda. Le informaron de posibles riesgos, pero «muy por encima, quitándole importancia». El mismo día de la punción y tras despertarse de la anestesia, le dieron un zumo y un sobre con el dinero. «A los meses me llamaron para otra donación, pero dije que no», añade. «Sé que he ayudado a otra mujer a ser madre, pero hoy no lo volvería a hacer, ni dejaría que una hija mía lo hiciera; de lo que más me arrepiento es de no haberme informado adecuadamente antes del proceso y de hacerlo por una necesidad económica», concluye.

Laura sí repitió experiencia y a diferencia de Martina su familia lo sabía. Ha donado en cinco ocasiones. Hoy tiene 25 y trabaja como educadora infantil. El tema de la donación siempre le interesó y pensaba en las dificultades de mujeres que no pueden ser madres. «Es así, pero sinceramente, el empujón fue enterarme de lo que podía ganar», relata. A través de una amiga donante, contactó con una clínica. Laura se informó a conciencia, buscó en internet, preguntó y toleró los tratamientos con molestias leves. «Tras la primera donación me llamaron porque me dijeron que tenía mucha capacidad ovárica», cuenta. Y así cinco veces, pero «a día de hoy creo que no lo haría». «Antes era más valiente, ni me lo planteaba, ahora me da más miedo meterme cosas en el cuerpo», concluye.

Ninguna de estas donantes sabe a ciencia cierta cuántos óvulos donó ni si han llegado al límite legal: seis hijos nacidos en España generados con gametos de un mismo donante.

En principio, la ley de Reproducción Asistida garantiza ese control por medio de un registro triple que conforma el Sistema de Información de Reproducción Humana Asistida (Sirha): el de donante de gametos y preembriones, el nacional de actividad de los centros de reproducción asistida y un tercero de centros. El registro sobre actividad está gestionado por la Sociedad Española de Fertilidad (SEF) fruto del convenio de 2020 con el ministerio, una cesión que Álvarez cuestiona por considerar a la SEF, «parte interesada».

Sin embargo, el registro de donantes (clave para impedir malas prácticas) está aún en ciernes 25 años después de la ley. A fecha de hoy, no hay datos disponibles sobre número de donantes ni cifras autonómicas. Desde la SEF se subraya que las donantes firman una declaración jurada sobre cuándo y dónde han donado y las clínicas están obligadas a informar. Pero, la exdiputada rebate esta seguridad: «Hay mujeres que han donado ocho veces, no hay control». Y abre otro debate: el de la falta de mirada de género: «No tiene sentido que se aplique el mismo criterio para hombres y mujeres, porque más allá del material genético, para un hombre donar semen no tiene ninguna consecuencia para su salud». «Habría que preguntarse porque el 50 % de las ovodonoaciones en toda Europa se produce en España», añade. Y destaca que los centros de vientres de alquiler «amplían su negocio con la ovulodonación, un negocio cuya materia prima es el cuerpo de la mujer».

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