Ha sido un año de mierda, eso es así. Y no, no es un sentimiento subjetivo. Objetivamente me atrevería a asegurar que este año ha sido el peor de todos cuantos pueda recordar, no ya solo a nivel profesional, sino también a nivel personal. Estoy en un hotel en el aeropuerto de Oslo, haciendo escala y noche para continuar mañana camino de Alicante y luego, ya por carretera hasta la casa de mi padres en L’Eliana. Parece que por imperativo legal los viajes vuelven a ser largos y farragosos, como lo eran en mi época de estudiante de Erasmus, cuando no existía internet y las distancias eran una realidad palpable, aunque ahora la inocencia brilla por su ausencia y uno se desplaza como un zombi. Llevo una carpeta llena de documentos y papeles que, afortunadamente, acreditan que puedo viajar. PCR negativa hecha hace 24 horas, un código QR que avala mi viaje y la distópica sensación de ver aeropuertos, bares, tiendas y hoteles silenciosos y fantasmagóricos, en el mejor de los casos. Vuelvo a Valencia, desde donde a lo largo de este incierto y melancólico mes de abril volveré a subirme a varios escenarios de la geografía española con mis compañeros de La Habitación Roja para tocar como mandan las circunstancias sanitarias. Y vaya si mandan. El año en el que íbamos a celebrar nuestro 25 aniversario como banda se nos escurrió de entre las manos y caímos al vacío de la incertidumbre, abocados a una zozobra constante. Sí, podría ser peor, podría incluso ponerse a llover en este preciso instante. Una lluvia de oportunidades perdidas que ya hemos visto caer y caer sin cesar a lo largo de los últimos doce meses. Estamos calados hasta los huesos, pero estamos vivos, que no es poca cosa. Por el camino se han ido seres queridos y los sueños en los que habíamos invertido media vida. Me pregunto si la fatiga pandémica va incluida en la que ya de por sí llevamos de serie y en la que hemos ido acumulando los que nos dedicamos a profesiones que ofrecen pocas certidumbres y riesgos laborales continuos. Siempre que nos ofrecen conciertos y vemos en el horizonte la plausible posibilidad de desarrollar nuestra profesión, nos aferramos a la esperanza de que esos conciertos se lleven a cabo, que nos respete la salud y la suerte y que una vez realizados, nuestro trabajo nos proporcione el sustento y los ingresos suficientes para seguir adelante con esta bendita aventura. Pero ahora todo es susceptible de venirse abajo en un abrir y cerrar de ojos, y el vaivén constante del barco que nos lleva avanza en un mar de dudas y problemas que nos hacen reflexionar sobre cuestiones trascendentales que a lo largo de los años tal vez ni nos habíamos planteado. Hay gente para la que ese mar amenazante ha sido una constante toda su vida. Gente que se juega el pellejo para cruzar el estrecho, que permanece con la mirada perdida y casi la vida, en las colas del hambre. Uno se pregunta qué importancia puede tener la música cuando lo único realmente imposible de revertir es la propia muerte. Mucha gente nos ha dejado en este último año y como músicos nos hemos preguntado si realmente servía de algo seguir escribiendo canciones, grabándolas, editándolas y seguir empeñados en cantar para la gente. ¿Tiene valor lo que antes de que el mundo se tambaleara violentamente le daba sentido a nuestra vida? 

Como una losa, las malas noticias nos han bombardeado sin tregua a lo largo de estos meses. Hemos escondido nuestras cabezas bajo la tierra como avestruces que desean con todas sus fuerzas que cuando volvamos a levantarlas el virus ya haya pasado. Pero una y otra vez nos lo encontramos de frente y llega un momento en que uno ha de hacer de tripas corazón y tratar de seguir adelante, porque eso es lo que hace cualquier ser vivo, incluso el virus. Ni siquiera este mito del avestruz parece ser cierto. El virus sí que lo es y aunque no es precisamente un ser vivo, vive de nosotros, pero la música y la esperanza de que todo vuelva a ser como antes también. La salud mental se tambalea sobre un alambre de espinos que cruza un abismo de preguntas sin respuestas inmediatas a medio plazo. Quiero pensar que cuando uno se decide a plasmar en canciones los sentimientos que brotan de su interior a borbotones y sin control, puede conseguir que estos tomen forma coral y consigan hacer llegar unos minutos de paz que sirvan de bálsamo frente a esos otros minutos de odio que nos tienen acorralados en la vida real y en las nocivas redes sociales que nos muestran lo peor de nosotros mismos ¡Malditas miserias cotidianas! Veo a mis suegros, enfermos de cáncer, aferrarse a la vida y trato de mantener la calma y seguir haciendo lo que tantos años nos ha costado crear y en lo que a nivel personal tanto me ha costado creer. Ojalá podamos aportar un mínimo aliento de esperanza. Seguimos adelante, hasta el final. No pueden ser eternos todos estos incendios.