En el año 2020, según datos del Ministerio de Interior, las llegadas irregulares de inmigrantes a España ascendieron a 41.861, un 29 % más que el año anterior, pero aun lejos de las 64.298 contabilizadas en 2018. En ese mismo año 2020, se rescataron 637 cadáveres de inmigrantes en ruta hacia España y se contabilizaron 1.080 desaparecidos, según el último informe anual de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (Apdha). Se trata de las cifras más altas de muertos y desaparecidos desde que existe este registro (2006). Personas con rostros, seres queridos, ilusiones, esperanzas y derechos negados que, presentadas como daños colaterales del control de fronteras, no son otra cosa que víctimas de un sistema que deshumaniza a las personas migrantes y refugiadas y las representa como una amenaza de la que deshacerse sin reparar en la más mínima consideración moral, tal y como nos alertaba Bauman en su magnífico libro Extraños llamando a la puerta.

La Comunitat Valenciana, que antaño fue un destino muy secundario de este tipo de flujos migratorios, ha visto crecer de manera exponencial el número de pateras llegadas a sus costas. Así, en 2020, según datos ofrecidos por la Cruz Roja, llegaron a este territorio 83 embarcaciones con 924 personas (frente a las 673 de 2019 y las 353 de 2018) mayoritariamente nacionales de Argelia, pero también de Marruecos, dos países en los que las libertades públicas, como denuncian año a año en sus informes Amnistía Internacional o Human Rights Watch, se encuentran más que restringidas. Según Transparencia Internacional, Argelia se sitúa en el puesto 104 (de 180) en el ránking de percepción de corrupción correspondiente al año 2020 y Freedom House le otorga tan solo 32 puntos (sobre 100) en su índice de 2021 sobre garantía de los derechos políticos y las libertades civiles. En Argelia, la crisis económica (derivada entre otros elementos del desplome de los precios del crudo), las altas tasas de desempleo juvenil (29,7 % en 2019, según datos de la Organización Internacional del Trabajo) y la perpetuación de un régimen agonizante que ha reprimido con dureza las manifestaciones pacíficas del movimiento conocido como Hirak, han acrecentado la desesperación de la población y explican, en buena parte, su decisión de arriesgar la vida en el mar.

Es más que evidente que el modelo de política migratoria y de asilo que la Unión Europea lleva aplicando los últimos 20 años, basado casi exclusivamente en el blindaje de las fronteras, es un modelo fracasado. Sin embargo, se insiste irracionalmente, tal y como exponía magníficamente hace unos meses en este mismo medio el profesor Javier de Lucas, en tropezar siempre con la misma piedra y, en el camino, miles y miles de personas acaban siendo heridas, perdiendo la vida o viviendo en las sombras en esa Europa que se pretende «de los derechos» pero que, en este campo, es cualquier cosa menos eso.

El cierre de unas vías, como ha sucedido en el Estrecho, viene siempre seguido de la apertura de otras nuevas, más lejanas y peligrosas, como la que acaba en las costas valencianas. En el actual contexto de sindemia que, explica Gemma Pinyol en el recién presentado Anuario Cidob de la Inmigración 2020, combina una pandemia figurada (la obsesión por el control de las fronteras) con la pandemia de covid-19 (que permite establecer nuevos elementos de control), es claro que la inmigración irregular va a continuar fluyendo. Lo hará de la mano de una creciente falta de expectativas y seguridad en los países emisores y de una ausencia completa de compromiso, por parte de las autoridades europeas, con el establecimiento de vías seguras que garanticen el derecho a migrar y a buscar asilo en Europa. El compromiso con los derechos humanos, del que se jactan buena parte de los gobiernos europeos, también el nuestro, es claramente incompatible con esta política migratoria que necesita ser completamente reformada con urgencia.