Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La vida contrarreloj

Nuestras vidas están más cronometradas que nunca, pero también es mayor la sensación de no llegar a nada. La digitalización favorece la extensión de las jornadas laborales a lo largo de las agendas. El tiempo de cuidados no contabiliza y nos hemos sumido en una lógica endiablada según la cual acabamos comprando el tiempo de otros cuyas horas valen menos que las nuestras. ¿Cómo dejar atrás la relación nociva que mantenemos con el reloj?

La vida contrarreloj

En el teléfono llevamos aplicaciones que calculan sin margen de error lo que tardaremos en ir de una punta a otra del mapa caminando, en bici, en coche o en transporte público. En la parada del bus, un panel digital nos avisa del tiempo que falta para que llegue el vehículo que esperamos. Tenemos la agenda repleta de citas tasadas al minuto, pero si llegamos tarde a alguna no será por despiste, porque los dígitos de la hora nos persiguen allá donde miremos. Hasta la edición ‘online’ de este artículo le advierte junto al encabezado: tardará 10 minutos en leerlo.

El registro del tiempo se ha convertido en una experiencia tan íntima y constante como respirar. El reloj que antaño organizaba la actividad laboral y social es hoy el diapasón de la vida, y la sustancia que mide, el tiempo, un capital que se explota como si se tratara de una fuente de riqueza más. Lo paradójico de esta progresiva cronometrización de la existencia es que, cuanto más pendientes estamos de las horas, más sentimos que las perdemos, y que la obsesión con estirarlas al máximo solo es comparable a la frustración que manifestamos a diario por no poder aprovecharlas como quisiéramos. Vivir a contrarreloj es una seña de identidad de nuestro tiempo.

En 1992, el CIS preguntó a los ciudadanos qué percepción tenían del tiempo y el 46 % respondió que le faltaban horas del día para vivir como desearía. Se supone que el progreso y la tecnología habían llegado para hacernos la vida más feliz y confortable, pero en 2012, 20 años más tarde de aquel sondeo, el porcentaje de personas que se declaraban agobiadas con los horarios había ascendido al 60%, y en el caso de las mujeres llegaba al 78%. Según la encuesta de calidad de vida que realiza la agencia europea Eurofound, la cuota de españoles que reconocen no tener tiempo para atender las tareas familiares debido a los horarios laborales tan extensos que soportan ha pasado del 31 al 41% entre 2003 y 2016. En el grupo de población con menores ingresos, ese porcentaje se eleva hasta el 56 %.

Cuesta encontrar indicadores que inviten a mirar al reloj con optimismo porque, sencillamente, no los hay. Una hora tiene hoy los mismos minutos que hace medio siglo, pero la mercantilización del tiempo ha acabado elevando su precio hasta convertirlo en un artículo de lujo y su carencia, en una expresión más de la precariedad. Cada vez necesitamos pagar más tiempo de vida para sobrevivir, pero ni con esas alcanzamos la calidad de vida a la que aspiramos.

El caso de Goldman Sachs

El Estado del bienestar se asentó sobre un reparto equitativo de las horas del día: ocho para trabajar, ocho para descansar y otras ocho para la vida personal, familiar y de ocio. «Aquel pacto social saltó por los aires cuando empezamos a aceptar que todo el tiempo disponible podía ser tiempo productivo. Esa idea, con el concurso de la tecnología, ha acabado alargando las jornadas laborales sin límite. También ha introducido una lógica perversa, porque siempre hay alguien dispuesto a pagar un poco más de tiempo de vida a cambio de dinero», advierte el sociólogo Jorge Moruno, autor del libro No tengo tiempo. «Al final, nos dedicamos a comprar el tiempo de otros cuyas horas valen menos que las nuestras. Y pedimos comida a domicilio porque no podemos pararnos a cocinar y contratamos a alguien que nos cuide a los hijos y nos pasee el perro porque a esas horas seguimos en el trabajo», señala el analista.

Los empleados de Goldman Sachs que recientemente denunciaron las 95 horas que llegan a trabajar cada semana ponen testimonio y cifras a esta dinámica infernal. A cambio de sus infinitas jornadas laborales, reciben un suculento salario y una promesa de proyección profesional que es a la vez la zanahoria que les mantiene en sus puestos a deshoras y una expresión del modelo de gestión del tiempo que está imponiendo la expansión de las profesiones digitales.

«Hoy, estar muy ocupados y no tener tiempo se identifica con el éxito y con un mayor estatus social. Esto nos convierte en esclavos voluntarios de nuestra organización temporal y nos lleva a trabajar largas jornadas, realizar múltiples actividades de ocio y pasar el tiempo libre pegados a las pantallas de varios dispositivos electrónicos», apunta la socióloga Cristina García Sainz, especialista en el análisis de la dimensión sociológica del tiempo.

Es el doble combo del malestar de nuestros días a vueltas con el tiempo: no solo sufrimos su carencia, sino que nos sentimos culpables si en algún momento nos sobra. «Expresiones como ‘el tiempo es oro’ o ‘no desperdicies tu tiempo’, habituales en el habla común, revelan la relación nociva que mantenemos con el reloj. Nos autoimponemos la necesidad de aprovechar todas las horas y aceptamos que hasta el ocio debe ser productivo», detecta el psicólogo Jaume Descarrega. Esta percepción extractiva del tiempo tiene consecuencias directas para la salud. «Lo vemos en la consulta en forma de cuadros de estrés, depresión y angustia anticipatoria. La queja habitual es: ‘No tengo tiempo’. Pero luego preguntas qué harían si dispusieran de más horas y no está claro que las destinaran a disfrutar de la vida en vez de a seguir sufriendo», señala el psicólogo.

"Nos dedicamos a comprar el tiempo de otros cuyas horas valen menos que las nuestras", alerta el sociólogo Jorge Moruno

decoration

Tiempo reproductivo

Si el trabajo es el agujero negro que cada vez devora más horas del día, la verdadera materia oscura de la agenda es otra que suele escapar a la contabilidad temporal, pero sin la cual se vendría abajo todo el sistema: las tareas domésticas. Las horas empleadas en arreglar la casa, cocinar, poner lavador as o atender a la crianza no computan en ningún registro ni conllevan la emisión de factura alguna, pero su peso en la ecuación del tiempo es decisivo. La OIT ha calculado que en los hogares españoles se consumen cada día 130 millones de horas de trabajo no remuneradas, un esfuerzo que, si tuviera precio, podría elevar el PIB en 15 puntos y, si se externalizara, se traduciría en la creación de 2,5 millones de puestos de trabajo.

«Los cuidados en el hogar son la gran zona de sombra de la gestión del tiempo. Nadie cotiza por esas horas, pero es tiempo de trabajo. Hay que ponerlas en valor. Si no, la foto del reparto del tiempo quedará distorsionada», avisa la socióloga María Ángeles Durán, autora del libro El valor del tiempo, quien llama la atención sobre el factor de género que distingue a ese trabajo no remunerado: «La mayoría lo desempeñan las mujeres, algo que ha quedado en evidencia en la pandemia. Las mujeres han recibido muchas más solicitudes de atención en el hogar que los hombres en los días de confinamiento».

La covid ha borrado de un plumazo las rutinas de multitud de familias y sectores profesionales para sustituirlas por un bucle sin fin de horas y tareas donde lo laboral, lo familiar y lo personal se mezclan y confunden sin solución de continuidad. La pandemia pasará, pero la prisa seguirá siendo una de las plagas de nuestra era. ¿Cómo luchar contra esta ingobernable sensación de falta de tiempo?

Semana laboral de cuatro días

En opinión de Jorge Moruno, el reloj seguirá dándonos disgustos mientras no se ponga freno a la tendencia del trabajo a ocupar toda la agenda y otorguemos al tiempo una nueva dimensión en nuestras vidas, incluso en términos legales. «De hecho, debería ser un derecho en posesión de toda persona por el hecho de existir. Derecho a tiempo libre, igual que lo tenemos a la vida, la educación o la salud. Solo así eliminaremos la tentación de esclavizarnos una hora más en el trabajo por conseguir un salario cada vez más mísero», propone el sociólogo y diputado de Más Madrid.

Precisamente, Más País ha promovido una iniciativa en el Congreso para reducir la semana laboral a cuatro días –o rebajarla a 32 horas–. La propuesta, que fue rechazada en la negociación de los Presupuestos Generales del Estado, ha sido aceptada como proyecto piloto acogido a los fondos europeos de recuperación tras la pandemia. Se van a destinar 50 millones de euros para ayudar a empresas que exploren este nuevo de régimen laboral.

La medida no ha estado exenta de críticas por sus repercusiones económicas. «En 1919 se aprobó la jornada laboral de ocho horas en España y también hubo voces que anunciaron un desastre económico que nunca llegó. Nadie pretende imponer los cuatro días por decreto, se trata de ensayarlo y ver cómo funcionaría», aclara Héctor Tejedor, coordinador político de Más Madrid. «Está comprobado: los países más productivos son los que tienen jornadas laborales más cortas. Sin tiempo libre, no hay creatividad ni innovación. Trabajar menos significa vivir mejor», insiste Moruno.

Si el medioambiente es la gran preocupación de nuestros días, muchas voces aventuran que la gestión del tiempo es el debate que vendrá. Mientras llega ese momento, el filósofo Josep Maria Esquirol invita a reconciliarnos con el tiempo combatiendo la obsesión por su medición. «Lo hemos reducido a una cantidad, pero eso nos empobrece, porque el tiempo es también el conjunto de experiencias que vivimos en esas horas, y muchas de ellas, propias de la condición humana, son incompatibles con la prisa», apunta el ensayista, autor de El respirar de los días. Una reflexión filosófica sobre el tiempo y la vida. No se trata de lanzar el reloj por la ventana, sino de apartarlo de vez en cuando de nuestra vista. «Es imposible leer un libro, pasear ni charlar amigablemente con un cronómetro en la mano. Reivindiquemos esos momentos en los que no estamos pendientes del paso del tiempo», propone el pensador. 

Compartir el artículo

stats