Han vivido y han crecido en centros de menores y en familias de acogida, pero cuando cumplen la mayoría de edad el sistema de protección y tutela de menores les obliga a volar en solitario. Quieran o no quieran el despegue tiene fecha: el día que cumplen 18 años. ¿Qué pasa con esa juventud extutelada? ¿qué ocurre con esos niños y niñas cuando pasan de un día para otro a la vida adulta?

Ese día, temido o esperado, el plan ya está trazado. En la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas ya saben qué va a pasar con ese menor que «cesa» en el sistema al cumplir la mayoría de edad, gracias al trabajo que realizan los profesionales. Hay cuatro opciones: el retorno a la familia (que en pocas ocasiones es posible o recomendado), la entrada en un piso tutelado (un recurso muy escaso y muy preciado, ya que solo hay 26 viviendas en toda la Comunitat Valenciana), la derivación al programa Mentora (lo lleva Cruz Roja como un servicio externalizado desde 2019 y se encargar de «guiarles» y «acompañarles» en la vida indendiente que comienzan) o nada de lo anterior, lo que implica que el joven vivirá por su cuenta sin red pública ni apoyo del sistema. Porque haberlos, «haylos» y son más que menos, a pesar de los esfuerzos de la Administración y las entidades por extender los tentáculos del sistema de protección que es muy reciente y precisa de un aumento de recursos que se plantean no como un gasto, sino como una inversión para que chicos y chicas que han crecido bajo el paraguas de la red pública no caigan al vacío, sin red.

Hamza conversa con la letrada de la oficina Mentora de Cruz Roja, Marta Moreno. M.A.Montesinos

Todos los protagonistas y fuentes de este reportaje aplauden la red de emancipación creada por el Gobierno del Botànic, porque hasta ese momento (2015) no había nada. Cero. Ahora bien, también reconocen la necesidad de ampliación de una red que hace lo que puede con lo que tiene y que es «preciso mejorar» ya que, como todo lo que es nuevo, «necesita de correcciones conforme surgen los problemas y se detectan». El sistema tiene carencias que todos los que participan en este análisis abordan como «críticas constructivas». Lo abordaremos más adelante, pero entre los principales problemas a solucionar destacan dos: la salida de migrantes del sistema sin la documentación legal en regla y un fallo en el diseño informático de la Renta Valenciana de Inclusión (RVI) que obliga a los jóvenes a tramitar la ayuda una vez cumplidos los 18 años, lo que los deja sin ingresos hasta que la Administración resuelve el expediente, un tiempo que dura meses.

Oussama y Younsse, de 19 y 18 años, piden que se eliminen los estigman que les persiguen y agradecen los recursos del sistema. Germán Caballero POR MÓNICA ROS

La conselleria, sin embargo, que pone en marcha un sistema inexistente, no lo publicita, ni tan siquiera cuando tiene previsto aumentar la red este año (con 40 nuevas plazas residenciales que se sumarán a las 122 existentes) o pone en marcha un servicio externalizado en Cruz Roja, que tendrá dos oficinas nuevas, que se sumarán a las tres existentes. Los datos muestran que solo en 2020 un total de 651 jóvenes «cesaron» en el sistema de protección por cumplir los 18 años.

La demanda supera con creces la oferta con más de 600 jóvenes que aspiran a una plaza en alguno de los 26 pisos de emancipación o a ser derivados a un servicio de orientación que solo dispone de cinco trabajadores y medio en la provincia de València, que son hoy y ahora la familia y el referente de 175 jóvenes de entre 16 y 25 años.

Este reportaje aborda la realidad de niños y niñas que se saben señalados por el resto y aborda los estigmas, los bulos y prejuicios que les persiguen cuando entran y también cuando salen del sistema de protección de la Generalitat. Porque ser tutelado no significa ser culpable, sino estar en situación de desamparo, sin familia. En los centros de menores no viven delincuentes. Los menores tutelados no han cometido delito alguno, aunque viven y conviven con una etiqueta injusta y una mochila a cuestas donde cargan con el daño acarreado por sus propias familias (que no saben, no pueden, no deben o no quieren hacerse cargo de ellos) o por un proyecto de vida que les ha obligado a dejar su red familiar a miles de kilómetros y a enfrentarse en solitario a una sociedad que los percibe con recelo.

Los protagonistas de este reportaje han crecido con rapidez. La vida no les ha permitido celebrar sus 18 años con las mismas preocupaciones o alegrías que a otros jóvenes de su edad. Excesivamente maduros, con cicatrices visibles e invisibles, se les exige una manera de vivir sin errores, que para cualquier otra persona es un imposible a sus 18 años. Trabajo, persistencia, autocontrol. Tareas del hogar y trabajo para pagar las facturas. Estudiar es un lujo, no siempre al alcance. Porque ellos y ellas no son como el resto de sus iguales. Sus circunstancias son las que son y se adaptan y luchan o corren el riego de hundirse en una exclusión social casi imposible de superar.

Levante-EMV visita dos pisos de emancipación de la red pública que gestiona la Fundación Iniciativa Solidaria Ángel Tomás-Fisat (uno de mujeres y otro de migrantes) y el programa Menora de Cruz Roja para mostrar la realidad de una juventud con mirada adulta, señalada y cuestionada por quienes desconocen su realidad y perpetúan las etiquetas. También hablamos con los gestores de un centro de menores y con la Conselleria de Igualdad para analizar virtudes y carencias de una red de emancipación que acaba de despegar.

Fuerza y resilencia

Nadie diría las vidas que esconde la sonrisa de dos de las cuatro chicas que residen en un piso de emancipación denominado Maín. Nos reciben con ilusión y nervios. Están contentas de contar su historia, su proyecto de vida, sus avances. Felices de narrar todo lo conseguido, que no es poco. Conforme desvelan episodios dramáticos de su vida no son sus ojos los que se enturbian, algo que la trabajadora social y directora del piso, Ana Estellés, y María, la educadora, aplauden con una mirada cómplice. «Lo cuentan sin llorar, es la primera vez que ocurre y es un gran avance», afirman. Historias tremendas en cuerpos con cicatrices, literales y figuradas, que forman parte de su vida y esconden bajo su larga melena. Pero este no es un reportaje para abordar qué le pasa a un menor para entrar a formar parte del sistema de tutela (situaciones, todas ellas, horribles en el seno familiar), sino cómo afronta una vida adulta impuesta antes de tiempo.

Paula Pereira tiene luz en la mirada y tres tatuajes, pequeños y discretos, dos palabras y un símbolo, con gran significado para ella. Las palabras elegidas para marcar su piel de por vida son «strong» (fuerte, en inglés) y resiliencia (capacidad que tiene una persona para superar circunstancias traumáticas). Así es ella. Fuerte y resiliente. El símbolo se lo tatuó en el tobillo con su abuela. «Solo mantengo relación con ella. Y la quiero mucho, la adoro. Con el resto de mi familia biológica corté las visitas porque no me hacían bien. No entiendo que nada haya cambiado con todo lo que hemos pasado y vivido», explica, rostro sombrío, para volver a reír cuando recuerda la cara del tatuador que plasmó la unión de abuela y nieta en un tobillo adolescente y en otro de más de 70 años.

Paula relata que entró en un centro de menores con 15 años, aunque solo estuvo allí una semana. Y entonces habla de Lola, su «salvadora», una maestra que ahora tiene 62 años y que decidió acoger en su casa a una adolescente con una mochila cargada de problemas y traumas. Se fue a pasar un fin de semana «por probar», pero allí se quedó tres años y no hay palabras suficientes de agradecimiento para explicar «todo lo que hizo por mí, todo lo que hace, todo lo que me enseñó, lo que aprendí, lo que cambié», explica. La joven salió de un instituto a medio curso tras suspender todas las asignaturas de la segunda evaluación de 3º de la ESO y en un nuevo centro educativo, en otro pueblo, y al calor de un hogar «normal» para muchos (y desconocido para ella), aprobó todas las asignaturas.

«Si pienso en la persona que era con 15 años no me reconozco», recalca. Con Lola aprendió qué es el amor y el respeto en una casa «sin malos rollos» y lo enriquecedoras que son las diferencias gracias a amigas como Lolín, una mujer con diversidad funcional, y una cuadrilla de gente sana con la que compartir experiencias que hasta ese momento la vida le había negado.

Y Paula cumplió 18 años. «Lola me dijo que me podía quedar con ella, aunque ya no formara parte del sistema de tutela. Pero yo quería volar», explica. Y se acaricia su tatuaje de «resiliencia». Así, con un aprendizaje de vida y una mirada distinta, Paula llegó al piso de emancipación, un hogar con normas, responsabilidades y obligaciones que es una especie de ensayo general, a su vida en solitario.

Como cualquier recurso de la Administración, las viviendas de emancipación tienen plazos que oscilan entre un mínimo de 12 meses y un máximo de 36. Paula ya ha cumplido un año en el piso y, aunque podría quedarse un tiempo más -tiene previsto cursar el grado superior de Integración Social para caminar firme hacia su objetivo final, que es ser Policía Nacional- la joven elige, de nuevo, volar. En dos semanas saldrá del piso Maín tras alquilar una habitación por 390 euros junto a su novio. Paula está enamorada y su sonrisa lo dice todo. Con esa ilusión empezará su vida independiente, sin tutor ni educador asignado pero con las responsabilidades bien aprendidas de lo que tiene que hacer y de cómo tiene que hacerlo. Y sobre todo, con la autoestima alta y las ganas de quien tiene toda una vida por delante.

Bárbara Muñoz tiene una sonrisa que hipnotiza y el pelo negro y brillante. Cuando la joven explica su vida recuerda el titular por el que fue noticia. El juicio será dentro de poco y eso que «lo que pasó» fue hace tres años. «Estas jóvenes además de toda la mochila que llevan, también están inmersas en procesos judiciales por lo que les ha pasado en la vida y eso les pesa muchísimo porque no ayuda a cerrar fases. La justicia es lenta y el caso de Bárbara es un claro ejemplo», explica Ana, la directora del piso de emancipación.

No contaremos qué le pasó a esta chica con su familia cuando tenía 16 años, pero la joven fue operada de urgencia y cuando recibió el alta la llevaron a un centro de menores de Gandia. «De hecho, estuve varios días de más en el hospital porque no había plazas disponibles y con las heridas y todo no podía estar en cualquier centro. Al final acabé en Gandia. No conocía a nadie, no conocía el pueblo y no entendía demasiadas cosas pero no había otra opción para mí», explica la joven. Sin embargo, fue en ese hogar de jóvenes donde conoció a Verónica, una de sus mejores amigas, la persona con la que le gustaría compartir piso cuando finalice su tiempo en la vivienda de emancipación, y a Sara, otro de los pilares de su vida. Muestra las fotografías de sus amigas y sonríe. Bárbara tiene una risa contagiosa que lo inunda todo.

La joven quería estudiar auxiliar de enfermería (le gustaría ser enfermera), pero sus opciones reales la llevaron a cursar técnico de farmacia y parafarmacia, donde ahora realiza las prácticas tras una ida y vuelta a Gandia a diario para estudiar. Entre unas cosas y otras, sale pronto de casa y regresa bastante tarde. Y cumple con sus tareas del hogar. «Así es mi vida», explica. Cuatro años lleva esta joven, natural de Ecuador, en España. «Cuatro años donde me ha pasado de todo», recalca, mientras carga con la mochila invisible que lleva a la espalda.

Dormir bajo techo

En el otro piso de emancipación, destinado a jóvenes migrantes, nos reciben con té marroquí y algo de vergüenza. Hay cuatro jóvenes, pero solo tres se prestan a dar sus nombres (Samba, Younsse y Oussama) y dos, a fotografías. Se reconocen cansados de explicar sus vidas y agradecidos por tener un recurso que les permite estar dentro del sistema. No eligen demasiadas cosas. Ni donde trabajar ni en qué estudiar. Cogen los trabajos que les ofrecen y estudian donde hay plaza. En un caso, como pintor y en otro, en carpintería metálica. Pero hay excepciones. Oussama estudia cocina y es algo a lo que se quiere dedicar. Han explicado demasiadas veces cómo llegaron y por qué llegaron tras residir en varios centros de menores. Sin embargo, en muy pocas ocasiones les preguntan por sus sueños, por sus aficiones. Hasta les sorprende la pregunta. No hay mucho tiempo de ocio para esta juventud, con una etiqueta de Mena que les arde y les estigmatiza. Y si lo tienen, como en el caso de Samba, que juega al fútbol en Quart de Poblet, lo que hay son 17 kilometros de ida y vuelta que recorre en bicicleta antes y después de entrenar. Le compensa con creces el esfuerzo, asegura.

Obligaciones les sobran y saben muy bien que deben huir de conflictos y tener la cabeza fría. Hace años que aprendieron a tragarse el orgullo adolescente o la impulsividad propia de la edad. Otros jóvenes se lo pueden permitir. Ellos, no.

Estos chavales, marcados por el color de su piel y por sus rasgos, quieren aprovechar el altavoz de este reportaje para dar un claro mensaje: «Somos buena gente. Vinimos para trabajar y eso es lo que queremos hacer. No hacemos mal a nadie. Somos buenas personas pero nos juzgan sin conocernos». Estos jóvenes aprovechan al máximo los recursos que les ofrece el sistema. Conocen a demasiados chavales que no han tenido esa suerte y están hoy en situación de calle. O lo han estado. O lo van a estar. Según datos de la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, en 2020, por ejemplo, 1.504 menores «entraron» en la red pública, aunque la Administración especifica que «puede ser que un mismo chico o chica entre dos veces en el sistema». Cuando cumplen los 18 años y salen del sistema vuelan libres. Muchos se quedan, y otros muchos, se van.

La caña de pescar

Ahora bien, el grueso del sistema público para extutelados de la Generalitat reside en Cruz Roja y en el programa Mentora, que «asesora» a los jóvenes desde los 16 y hasta los 25 años con el argumentario clave de la entidad social, que reza que no hay que dar el pescado, sino enseñar a pescar. «Les acompañamos en su proyecto de vida, les enseñamos a pedir una cita en extranjería, a realizar una solicitud para una ayuda, a buscar trabajo, a alquilar una habitación... para que sean independientes y autónomos. También contamos con servicio jurídico y psicológico. Atendemos a todo aquel que venga derivado de la conselleria, esté o no en un piso de emancipación. Si viene por su cuenta les explicamos qué deben hacer para que llegue la derivación, pero este es un servicio de la Administración, es la red de la conselleria, aunque lo lleve Cruz Roja. Los jóvenes firman un contrato voluntario y trabajamos con ellos de forma integral», explica el coordinador del servicio, Joan Coll.

El programa Mentora atiende en la actualidad a 175 jóvenes, donde el 85 % son chicos y el 15 %, chicas. Por el servicio han pasado más de 230 chavales desde 2019. Uno de ellos es Hamza, que acude a la cita puntual y sorprendido del interés que puede suscitar su experiencia. Él también es marroquí y tras residir en varios centros de menores llegó el día que cumplió 18 años y «no sabía qué iba a hacer, ni dónde, ni con quién. Tenía miedo a salir del centro porque no había nada para mí», explica. Estudiaba un curso de cocina y aunque tenía el perfil adecuado para ocupar una plaza de emancipación, no había ninguna disponible. Sin embargo, el joven hacía las prácticas en un restaurante y el empresario, cuando se enteró de su situación, le pagó durante un mes una habitación en un hostal. Por eso Hamza no vivió en la calle. Ahora trabaja con ese empresario (Víctor, de Namua Gastronòmic) a media jornada, paga el alquiler de una habitación , estudia para el examen de acceso a grado medio (con el objetivo de llegar a ser educador social, que es lo que le gustaría ser en un futuro) y busca un club de voleibol masculino que, de momento, no ha encontrado. «Me gusta mucho el deporte», explica.

Hamza, como tantos otros jóvenes migrantes.,también salió del centro de menores sin los «papeles» en regla, un problema que ha llegado hasta el Defensor del Pueblo y que reconocen desde la Plataforma Social de Burriana de la Fundación Fisat, que gestiona un centro de menores (ahora denominados hogares residenciales o centros de acogida, en aras de eliminar estigmas) y uno de los dos pisos de emancipación de Castelló.

«Ha habido muchísimos problemas con la regularización de los papeles pero ahora ha mejorado la coordinación con Fiscalía y Policía Nacional y cada dos meses como mucho destinan un tiempo en exclusiva a resolver esos expedientes concretos. Abandonar el centro de menores sin la documentación en regla es un problema muy grave porque no pueden hacer nada, ni abrir una cuenta bancaria, ni alquilar una vivienda, ni solicitar la Renta Valenciana de Inclusión (RVI) que es un recurso que les permite tener unos ingresos mínimos y una opción de vida», explica Raúl Hernández, director de la Plataforma Social.

Y pone el foco en un problema a resolver, por parte de la Adminsitración, para mejorar el sistema de protección: «Es cierto que la ley permite solicitar la RVI antes de cumplir los 18 años, con el objetivo de que, cuando salgan del centro, tengan un poco de dinero que les permita vivir de forma austera pero independiente. Sin embargo, el sistema informático no lo permite. Es algo sencillo de solucionar y una realidad», explica. Su compañera Ana López, responsable del hogar de emancipación, pide «poder participar de forma más activa en la elección de los jóvenes que ocupan las plazas residenciales».

Los jóvenes extutelados, chicas y chicos, con vidas inciertas y responsabilidades de adulto, ven el abismo a los 18 años. Pero lo superan. Como tantas otras cosas en su vida. Con fortaleza y resiliencia, como recuerdan los tatuajes de Paula, grabados con tinta negra en su piel.