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"Somos figuras del paisaje urbano"

Por la noche huele a pobre. Los habitantes del ‘sitio de la fortuna’, un espacio cerrado donde nadie los echa, según la jerga de los sintecho, aloja a desherados de todos los perfiles. Simón ejerce de patriarca. Es culto y tiene carisma, y dice que la gente es buena, que la pobreza tiene poca solución. Que hacen falta más médicos y trabajadores sociales y «menos Sénecas e intermediarios»

Aitor y Alicia preparan las camas, en las puertas de uno de los ‘sitios de la fortuna’ más valorados de València. germán caballero

El ambiente es de calma en el vestíbulo de la Fnac de València 20 minutos antes de que el reloj del ayuntamiento marque la medianoche. Un hombre voluminoso, barbudo y con larga melena blanca dirige la conversación en un grupito que ocupa parte de la calle. «Simón, ¿llevas algo para cenar?», pregunta el de su derecha. «Nada, se me ha acabado», contesta. Bajo techo, junto a la puerta de la macrotienda y al portal del edificio de oficinas colindante, otras tres personas ya duermen, dos sobre cartones y otro sobre un colchón gastado. Simón ejerce de patriarca de uno de los mejores sitios de fortuna de la ciudad, ‑jerga con la que los vagabundos llaman a los espacios cubiertos donde pueden dormir sin que nadie los eche. El que le pregunta si queda cena es Aitor, un chico, también panzudo, al que su madre tiró de casa por sus problemas con la cocaína. Hace años que está limpio, asegura, y ahora se ha acostumbrado a vivir en la calle. «Es duro, pero te haces a ello. Hay ayudas y se puede tirar hacia adelante», añade con voz farfallosa. Lo que hay detrás de la aporofobia, término acuñado por la filósofa valenciana Adela Cortina, admitido por la RAE en 2017 y que da significado al miedo y al rechazo a las personas pobres, solo lo saben realmente ellos, las personas de la calle. La aversión está ahí, pero no hablamos de violencia.

Simón se enciende un puro sobre una manta en el vestíbulo donde duerme. germán caballero

Según el Observatorio Hatento, una iniciativa de las entidades sociales para denunciar agresiones a las personas sin techo, el 47 % de quienes viven en la calle han sido víctimas de delitos de odio. Pero los entrevistados lo niegan. Ni a Simón, ni a Aitor, ni a Alicia, ni a Edgar les han insultado, ni agredido. Más bien dicen que la gente es buena. Que por ayuda, bien de los vecinos o bien de los voluntarios municipales y de distintas entidades benéficas, no es. «¿Las miradas? A mí me da igual cómo me miren»?, apostilla. Hablan de invisibilidad, que quizá es otro tipo de violencia. O no, según a quién le preguntes. Porque hay algunos que prefirieron eso: ser invisibles, que les dejen en paz.

Un asentamiento de personas sintecho, en el jardín del Túria de València.

El patriarca ofrece un café o un chocolate de la máquina del vestíbulo al invitado. Luego, un cigarro negro. Y un puro. Da la impresión de que si llevase una caja de monedas de oro o un fajo de billetes, haría lo mismo. Hemos llegado hasta él porque la gente de los Amigos de la Calle, una de las asociaciones que ayuda a los pobres en València con asistencia callejera, nos lo ha recomendado. Hay buenas referencias de Simón: es un tipo culto, hablador, y conoce como nadie la situación de la población de desheredados que habitan en la ciudad. Tiene buena fama, sí, pese a que fue acusado de maltrato, aunque él dice que nunca le puso la mano encima. «Solo hablo si me escuchas 4 o 5 horas y me dejas dar agradecimientos. Si no, no hay trato», advierte. No queda otra que asentir, abrir bien los oídos y hacer un ejercicio máximo de síntesis. O eso o no hay reportaje que valga.

«No somos invisibles, como dice la gente, sino invitados de piedra del paisaje de la ciudad. No nos llaman a las reuniones, como la de Feantsa (la Federación Europea de Organizaciones Nacionales que trabajan con las personas sin hogar) del otro día en València. Ninguno de nosotros se ha enterado», explica Simón sentado junto al perro que acompaña a Alicia, una compañera del sitio de la fortuna de la Fnac. «Lo que hace falta es menos burocracia de las ONG y más médicos y trabajadores sociales en la calle, porque la sociedad invisibiliza al que se muere. Y el problema no es el frío, como tanto se dice, sino también el calor, porque los que beben, que son muchos, se deshidratan en las olas de calor y mueren. Sobran Sénecas para atender la pobreza y faltan voluntarios», afirma sentado como un jefe indio fumando la pipa de la paz. No habla por él. Si hubiese un sindicato de personas sin techo en València, él sería el líder.

El olor en el vestíbulo que da acceso a uno de los comercios más frecuentados de la ciudad a partir de las 10 de la mañana y al portal de un edificio de oficinas es casi insoportable. El mejor sitio de fortuna de València huele a pobre, un olor penetrante que lo impregna todo. Las puertas laterales que dan acceso al parking no ventilan la estancia. «Sabes que hueles, aunque no lo percibas. Al final te acostumbras», apostilla Simón, al que, de vez en cuando, algún vecino para a saludarle. «La gente es buena. La gente ayuda, eso no hay duda. La pobreza es un problema estructural, no de las personas. Creo que hay mucha burocracia y hay dinero que no llega donde tiene que llegar», asevera antes de saludar a otro nómada de la noche que se acerca a dar las buenas noches. «Le llamamos Suerte, porque ha encontrado un trabajo», añade.

Muchos perfiles

El sintecho, el pobre, el vagabundo, el itinerante urbano no puede ser visto bajo la misma etiqueta. No hay un perfil de pobre, sino muchos, asegura Simón desde su atalaya de sabio de la selva urbana. «En la calle hay de todo. Un porcentaje importante es de gente con alguna enfermedad mental, algunas no diagnosticadas y otras no tratadas. Luego hay mucha gente que bebe y otros toxicómanos. Pero cada uno lleva un ritmo, una vida, con unas características propias y diferentes a las del resto. El mono del alcohol en el sintecho comienza de madrugada; o se guardan la cerveza de la noche anterior o se van a las 5 de la mañana a beber a la estación, y después ya siguen todo el día. Siempre tienen unos euros para comprarse alcohol en el supermercado, aunque sea cerveza caliente. El mono del toxicómano dura todo el día. Son muy distintos», explica.

Las personas con enfermedad mental son más propensas a quedarse en la calle, según los expertos. «Está llena de gente con algún trastorno no diagnosticado o sin tratar», apuntan fuentes del CAST (Centro de Atención y Servicio a los Sin Techo del Ayuntamiento de València). «Cuando se muere la madre y se quedan solos, hay muchos a los que la familia los rechaza y acaban en la calle. Conozco a varios», explica Simón. Lo dice con argumentos porque conoce, y convive, con gran parte de las almas errantes de la ciudad. «Cada pobre es un mundo», remata este hombre de 52 años con un discurso trufado de citas filosóficas, desde Hobbes hasta Platón. Un poema de Eduardo Galeano que Simón regaló al dueño de un bar de la Calle Cervantes cuelga junto a la barra. De aquel conflicto familiar que le cambió la vida hace muchos años apenas quiere hablar.

Aparece un chico joven en bicicleta por la plaza de San Agustín y se une a la tribu. Mira hacia todas partes. Parece nervioso. Se acerca, se aleja y se vuelve a acercar. Quiere participar. Se llama Edgar, fue adoptado y se crió en el barrio de Malilla, cuenta, hasta que su madre adoptiva murió y se quedó en la calle. Es un sintecho que no bebe ni fuma, «salvo algún porrito de marihuana muy de vez en cuando», confiesa. Un perfil muy alejado, por ejemplo, de algunos extranjeros entrados en edad que duermen en las faldas de las Torres de Quart, junto a la estatua de El Palleter. Ese jardín de Guillem de Castro, muy frecuentado por pobres debido a la cercanía de la Casa de la Caridad, donde hay colas para comer, tiene algunos pequeños sitios de fortuna. Pero nada que ver con el de la Fnac. «Llevo 10 años en la calle, desde los 18. Antiguamente cometía algún delito, tenía problemas con la Policía, robaba. Estuve 4 años y un mes en prisión, en Picassent y Estremera, y aprendí. Si quieres aprender, aprendes», explica Edgar mientras el resto del grupo posa para la foto. «Yo debería estar con mi bicicleta por Europa, pero hasta ahora no he podido. Lo que quiero es trabajar en Glovo, pero te piden 86 euros para empezar. Ahora duermo aquí, pero antes lo hacía en el parque fluvial con mi tienda de campaña», añade.

El suyo, el de la persona abandonada a su suerte por circunstancias familiares, es un drama común entre los pobres de la calle. Luego aparece el estigma. En su caso, el de haber tenido que robar. «La Policía me conoce y me quita la herramienta que tengo para arreglar la bici, pero yo les digo que con eso no se pueden robar bicicletas. Y estoy harto, porque yo aprendí y no robo», apostilla antes de echarse a dormir junto al grupo de Simón, su refugio, su nueva familia.

Aitor preguntaba por más comida para la cena, pero en el grupo aseguran que no les falta lo esencial para vivir. «Tenemos comida que distintas asociaciones nos la proporcionan. Lo importante ‑-insiste-‑ son los voluntarios. Sin ellos, esto sería un desastre», asegura Simón, que luce dos cruces de Tau de San Francisco, una en la ceja a modo de piercing y otra de madera colgada del cuello, pese a que se declara panteísta. Las asociaciones, no todas, están coordinadas por CAST, la entidad que asiste a pie de calle, junto a otras entidades, a los pobres de la ciudad.

El dinero que los pobres llevan en el bolsillo, cuando no se lo han gastado o no se lo han robado otros sintecho, viene de la pensión de 430 euros que cobran de las arcas públicas. La Conselleria de Igualdat i Polítiques Inclusives paga la renta valenciana de inclusión, que llega a 71.000 personas en la Comunitat Valenciana y triplica las cifras de 2015. Un colchón vital, nunca mejor dicho, para la gente que vive en la calle. Otros cobran el salario mínimo. «Por eso es tan importante estar empadronado. Para eso y para ir al médico», comenta Simón. El Gobierno de España permite el empadronamiento a todas las personas que vivan en España, aunque sea en un banco o en un portal. Para los extranjeros, eso sí, es más difícil. Son necesarios algunos requisitos que para algunos, por cuestión de idioma o por trastornos psíquicos, resultan complicados. El CAST ayuda en la tramitación de los subsidios. «Hay también una pequeña renta de inclusión municipal extra para los casos más extremos, para los que viven en la exclusión de la exclusión», apuntan fuentes del ayuntamiento.

El silencio es casi absoluto ya en la capital de los sitios de la fortuna de la ciudad. Solo es interrumpido por el paso de turistas que buscan algún sitio en donde alargar la noche. Simón se queja de la falta de iglesias abiertas por la noche. «La calle por la noche es muy distinta a por el día. Es la selva, y nos vendría bien que hubiese más parroquias. Solo hay una abierta», explica. Los sitios de fortuna, asegura, se ganan «o con mano izquierda o a hostias, y suele ser con el primer método».

«Se necesita una revolución»

La pobreza no tiene solución, asegura el protagonista del reportaje. Él no lo dice, pero lo deja caer. La limosna es pan para hoy y hambre para mañana, viene a decir. Las enfermedades mentales, las adicciones y la tendencia al abandono de quién ya está en la calle son impedimentos para evitar la inclusión de un gran número de mendigos. «En la historia siempre ha habido pobres. Al sintecho, le des lo que le des, va a ser pobre toda la vida. Suben los alquileres, la luz… esto es de locos», reflexiona sobre el círculo vicioso en el que viven los sin techo. Es lo que se llama la trampa de la pobreza. Se demoniza al pobre, se le atribuye que vive de la sopa boba, de ser un cazapaguitas, pero para la mayoría vivir en la calle es crónico. La gente que te ve en la calle no te va contratar jamás. Tu familia no te visita. Tus amigos no quieren verte. A esto es a lo que se refiere con que la calle te mata de muchas maneras.

«Se necesita una revolución moral. Todo es educación. Pobres ha habido siempre y siempre los habrá, pero es el momento de avanzar. Si hay un momento, es ahora. Siempre hay gente que se autoexcluye, pero es poca. La nuestra es la generación (boomers) de más cambios, más estresada, a la que más nos han decepcionado. Estamos curtidos. Lo que es deshonroso es mentir cuando resulta que el pecado más grande es fracasar», asegura Simón, que vuelve a su discurso inicial: «Nos utilizan para lo que quieren. Somos un negocio. Hay muchas ONG que viven de esto», apostilla. Lo que pide, en realidad, es una revolución social. Un cambio radical en una sociedad sin intermediarios, sin burócratas. Pero no define qué sistema sería ese.

La filósofa y escritora valenciana Adela Cortina remarca el asunto de la pobreza en términos de «falta de libertad», en el sentido de «aquel que no tiene posibilidad de llevar adelante sus planes de vida». La palabra “sinhogarismo” también debería formar parte del Diccionario de la RAE, porque es un doloroso problema que es preciso visibilizar y resolver. Las personas sin hogar están totalmente indefensas, carecen de intimidad, son sumamente vulnerables. Apoyar la campaña ‘¡Hogar, sí!’ de la organización solidaria RAIS, para conseguir que nadie carezca de hogar, es un fecundo camino», asegura. Quizá Simón se refiera a esa revolución. Tan simple y tan complejo al mismo tiempo.

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