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Los "casi hijos" de la capital republicana

València recibió durante la Guerra Civil a miles de niños y niñas madrileños evacuados a la retaguardia y a los que acogieron familias valencianas con las que todavía mantienen el contacto

Familiares de los niños madrileños que se refugiaron en València en la Guerra Civil Fernando Bustamante

Venían con las manos sucias y la cara manchada de remolacha. Era lo único que comían en una aventura de días caminando desde Madrid hasta llegar a Aldaia. Robaban de los campos y en ocasiones de cualquier panadería de pueblo que diera indicios de tener lista la hornada. Orientaban su camino por la posición del sol, que sabían que salía por Levante. Tres veces anduvieron el mismo trayecto. Tres veces hasta que se quedaron. Esta es la historia de Francisco, pero también la de miles de niños y niñas madrileños que fueron evacuados a València cuando Madrid empezó a ser intransitable con el estallido de la Guerra Civil y los primeros bombardeos. Los críos que llegaron se quedaron en centros sanitarios y sociales, en colonias escolares y en familias de acogida.

Esta es una historia de respiro dentro de un horror. Es la historia de una infancia que, aunque fuera por unos meses, fue ajena a la metralla y a la violencia directa de una guerra. Los dejaron atrás, en una Madrid agujereada por el asedio franquista. Esos niños fueron los «casi hijos» y las «casi hijas» de decenas de familias valencianas. Algunos se quedaron. Otros, los que volvieron a su ciudad o dejaron València, viven en el corazón y la memoria de las personas con quienes convivieron. Con las que en muchos casos, todavía mantienen contacto. Extraños que se convirtieron en familia en un momento en el que la esperanza se desvanecía y el país se hacía añicos. Cuando las tropas franquistas asediaron Madrid al principio de la Guerra Civil, la capital de la República y la sede del Gobierno se trasladó a València. Fue en noviembre de 1936, hace ahora 85 años. Duraría un año escaso. València era una gran ciudad de retaguardia, que protegía a los más vulnerables y todavía vivía las bonanzas de ser un lugar de cierta tranquilidad, alejado del frente y de acogida para miles de refugiados de otras partes de España. También niños y niñas.

Así, comenzaron a llegar los primeros infantes desde Madrid. Muchas familias valencianas se ofrecieron a cobijar a niños y niñas madrileños que llegaban a la Estación del Norte de València en grandes grupos. Bajaban del convoy con miedo y con el drama que supone separarse de sus familias. También con hambre y sueño. Allí los distribuyeron por pueblos, por colonias escolares y por familias. Según los investigadores Àlvar García Ferrandis (de la Universidad Católica de València San Vicent Màrtir) y Xavier Martínez Vidal (Instituto Interuniversitario López Piñero de la Universitat de València), en la provincia de Valencia, la República habilitó 81 colonias escolares que albergaban cerca de 6.500 niños evacuados de Madrid y otras ciudades castellanas que estaban siendo bombardeadas. Unos 6.500 sin contar las familias que integraron en sus hogares a niños que venían solos, desamparados y ávidos de recibir cariño en una época árida y hostil. Unos vínculos que se crearon en un momento horrible y que, en algunos casos, perduran en el tiempo hasta el día de hoy.

«¡Se casan los hermanos!»

El caso de Francisco Rodríguez Camacho, el niño que comía remolacha y andaba cientos de kilómetros para volver a su casa de acogida en Aldaia, en la comarca de l’Horta Sud, es un ejemplo de ello. «Tras llegar a València, los llevaron a Aldaia y los pusieron en fila en el antiguo Cine Ideal, allí pasaban las familias para acoger y mi abuela Consuelo se llevó a mi padre Francisco, que entonces tenía 12 años. A él y a otro niño». Entonces Francisco no se imaginaba que esa decisión condicionaría su vida. Hablan Rosa y Pilar Rodríguez, las dos hijas de Francisco.

Sus abuelos, Consuelo y Gabriel tenían ya tres hijas: Pilar, Rosa y Consuelo. «No sé cuanto tiempo se quedaron, no llegó a un año, porque tuvieron que volver a Madrid antes de acabar la guerra», relata. Francisco no tenía padres y vivía interno en un colegio. «Cuando nació, su madre biológica lo dejó en un torno, envuelto en una manta y con un papel que detallaba el nombre y los apellidos», dicen Rosa y Pilar. Tras su vuelta a Madrid, se escapó tres veces junto a un par de compañeros hasta que «los guardas que le pillaron en Aldaia le preguntaron a mi abuela si se lo quería quedar».

Y así fue. Francisco comenzó a vivir, ya de forma permanente y entrada su adolescencia con aquella familia que le había dado cobijo durante la Guerra Civil. Se enamoró de la pequeña de las tres hijas, su «hermana de acogida», Rosa. Con el tiempo, después de un noviazgo, se casaron.

«Era curioso porque el día de la boda salieron los dos de casa de mi abuela para ir a la iglesia, ‘¡se casan los hermanos!’, decían en el pueblo. Era algo anormal, que no se veía nunca», cuentan sus hijas. Francisco fue apodado en Aldaia como «el madrileño», el «hermano» que se casó con «la panereta» (así llamaban a la novia en el pueblo). A Francisco le gustaba la poesía, la recitó hasta sus últimos días. Sus hijas reproducen esos versos de carrerilla, como la mejor herencia que les pudo dejar. Los niños y niñas de Madrid venían desorientados, alejados de sus familias, en algunos casos con sus hermanos. Venían a otra ciudad. Con otras personas. Con otras costumbres. María Platero Castaño también fue «la madrileña», pero en el municipio de Almussafes. Era la pequeña de cinco hermanos. Todos vinieron en 1936. «Los evacuaron en plena guerra y les arrancaron de sus padres de la noche a la mañana, eso es algo que siempre le ha marcado», lo cuentan Isabel y Salvador, los dos hijos de María, fallecida hace un año. El primer destino fue València, después les trasladaron a la casa de la familia Ayora, en Almussafes, ahora restaurada por su valor patrimonial. De ahí, los distribuyeron en distintas familias.

Los familiares de los niños de Madrid que vinieron a València en 1936. fernando bustamante POR VIOLETA PERAITA

María, Isabel y Pedro

María se fue a vivir con Isabel y Pedro. Una pareja que no tenía hijos y a quienes acompañó hasta el final de sus días. Al tiempo, María y sus hermanos volvieron a Madrid con sus padres, pero persistían las bombas. En una de esas, la metralla alcanzó a su hermana mayor, que murió en la calle con tan solo 18 años. Otra hermana falleció por tuberculosis, una enfermedad que proliferó con la miseria de la posguerra (una época de mala e insuficiente alimentación, hacinamiento en viviendas insalubres y largas jornadas de trabajo). Tras estos hechos, María pidió a sus padres volver a Almussafes. Era joven y nunca perdió el contacto con sus padres biológicos, pero fue acogida por sus «tíos», Isabel y Pedro.

Allí conoció a su marido, se casó, y este pueblo de la Ribera se convirtió en su hogar. «Isabel y Pedro siempre han estado con nosotros, eran nuestros tíos y mi madre les cuidó hasta el día que se fueron como a unos padres». Hoy en día, los hijos de María tienen dos familias maternas. Una valenciana y otra madrileña. «Fue una desgracia muy grande, pero ganamos una familia que no es de sangre pero es maravillosa, siempre estamos ahí los unos para los otros, son nuestro día a día», detalla Isabel, que adoptó su nombre, en parte, en honor a su tía valenciana Isabel, aquella que cuidó de María durante tantos años.

Las historias relatadas en las líneas anteriores pertenecen a los descendientes de aquellos que vinieron a tierras valencianas huyendo de una barbarie, que encontraron una segunda familia y que formaron la suya propia en el pueblo que les acogió. Pero también hay quien vivió en primera persona esa llegada de niños y niñas de Madrid. También hay quien abrió las puertas de su casa y convirtió en hermanos a los pequeños que llegaron con la alegría rota.

Es 1936 y un ferroviario que trabaja en la Estación del Norte de València lleva a las decenas de niños recién llegados de Madrid al almacén del edificio, donde permanecen hasta su reubicación. Una niña le llama la atención. Está llorando. Se acerca. «¿Por qué lloras?», le pregunta. Horas después, esa cría, que se llama Carmen Rodríguez y tiene entre 9 y 10 años, ya está en el que sería durante los siguientes meses su hogar de acogida. Es también la casa de Amparo Vila en pleno barrio de Russafa, en València. Allí viven dos familias al completo.

"El día que conocí a Carmen, cuando vino de Madrid, yo tenía 8 años, creo que ella era algo mayor y enseguida nos hicimos amigas"

Amparo Vila

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Una casa numerosa en pleno barrio de Russafa

«Vivía con mis padres, mis tíos y mi prima, que era como una hermana para mí. Las dos habíamos nacido allí». Habla la misma Amparo Vila, 85 años después. Entonces tenía 8 años, ahora, en 2021, tiene 93. Viene a la entrevista del brazo de su hijo, que mira con orgullo como su madre, protagonista, dicharachera a más no poder, relata con agilidad recuerdos que a cualquier persona le costaría desbloquear o incluso desarrollar con nitidez. «El día que conocí a Carmen Rodríguez tenía 8 años, ella tenía uno o dos más», dice Amparo. «Al principio estaba muy callada pero enseguida nos hicimos muy amigas, íbamos al colegio Grupo Balmes y dormíamos juntas porque éramos muchos en casa». Pronto fueron más.

Ante el asedio franquista a Madrid, la familia de Carmen, vinculada al Gobierno de la República, se trasladó a València. «Eran los padres, dos hijos y dos hijas, una de ellas tenía un novio que era policía del Gobierno de la República», recuerda Amparo. Estuvieron viviendo en la misma casa un tiempo hasta que los Rodríguez (la familia de Carmen) se mudó a un piso en la calle Borriana. «Estábamos siempre juntas. Cuando salíamos del colegio yo le gritaba a mi madre desde la calle ‘¡mamá, que me voy a comer a casa de mamá Dominga!’ (la madre de Carmen)». Amparo cesa su relato por un momento y muestra una foto. Describe a los protagonistas. «Es la boda de la hermana de Carmen, en València». Es un grupo numeroso. La novia, las madres, las hermanas, se intuye a lo lejos a los padres y, sentadas en el suelo, ellas. «Mira, esta es Carmen y esta soy yo», señala Amparo. Cogidas de la mano con sonrisa ligera. «Las dos familias hacíamos vida juntas, así estuvimos hasta que el Gobierno de la República se trasladó a Barcelona y Carmen y su familia se mudaron».

"La guerra fue una desgracia muy grande, pero ganamos una familia, que no es de sangre pero es maravillosa"

Isabel y Salvador

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«Su casi hija les quiere»

Fue la última vez que Amparo y Carmen convivieron en el mismo espacio, de forma diaria. Pero continuaron en contacto durante muchos años. Primero por carta y una vez terminó la guerra, con visitas y mensajes desde Marsella, donde se exiliaron después. En 1948, Carmen se casó en Francia. Y se acordó de su familia valenciana. «Les dedico con todo mi cariño, su ‘casi hija’ les quiere». Esta es la dedicatoria que se lee en la parte trasera de una fotografía enviada a la familia de Amparo Vila. Luego vinieron más cartas, instantáneas del casamiento y recuerdos para todos. En 1981, Amparo ya casada y con hijos, visitó a Carmen y a su marido Luis en Asturias, donde se trasladaron cuando la situación en el país se calmó. «Esa sí fue la última vez que la vi, después le perdí la pista». Amparo es una mujer dulce. Sonríe cuando habla. Y explica que el periplo de Carmen por el mundo no acabó aquí. «Se mudaron a Brasil con su madre y el resto de su familia, que se había exiliado —piensa un momento— a São Paulo. A partir de ahí, ya no sé que fue de ellos».

"El día de la boda salieron los dos de la misma casa. "Se casan los hermanos", decían"

Rosa y Pilar Rodríguez

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Y ese contexto hostil propició que esos niños tuvieran otra familia. La de la guerra. La que fue cobijo en el infierno. Se quedaran o se volvieran, hay muchos que siguen en contacto. Algunos de los niños de entonces hoy no viven, pero eso no ha impedido que los vínculos familiares se mantengan entre segundas y terceras generaciones. Fueron los «casi hijos». También los «niños de interior» que es el nombre que la historia y las investigaciones posteriores les ha otorgado por ser aquellos niños trasladados por sus familiares y las autoridades a las ciudades republicanas de retaguardia durante la guerra.

El territorio valenciano fue una ciudad de acogida clave por su situación geoestratégica lejos del frente, su idiosincracia agrícola y su momento de efervescencia. Tenía carácter cosmopolita y cultural, más aún cuando la capitalidad se trasladó a València. «En la retaguardia también hubo bombardeos pero venían por aire o por mar, sin embargo, en Madrid, el frente estaba en la ciudad misma, por eso, las costas valenciana y catalana fueron focos de recepción de población refugiada, no solo de Madrid, sino también de Andalucía, sobre todo de Málaga. A veces venían en tren, otras a pie», explican los investigadores Xavier García Ferrandis y Àlvar Martínez Vidal. Vinieron muchos niños y niñas. El número es inexacto. Fueron miles, eso seguro. Entre colonias escolares, centros hospitalarios y sociales y familias acogedoras, València se convirtió en un lugar de esperanza. Para algunos fue solo por unos meses, para otros lo fue para toda la vida.

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