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La humildad y calidez de aprender siendo mayor

Las escuelas de adultos dan cada día segundas oportunidades a quien por distintos motivos no estudió cuando era más joven y se establecen como espacios de socialización donde continuar aprendiendo a lo largo de la vida, en colectividad y confianza. En la Comunitat Valenciana hay 223 centros que rompen con la brecha digital y generacional y dan herramientas a 63.322 estudiantes para ser más libres.

Las docentes resaltan la ilusión y las ganas de los alumnos por aprender y la manera que tienen de involucrarse en todo el proceso educativo, ya que, a pesar de que van por voluntad propia, pueden abandonar las aulas, y eso es algo que desde el centro tratan de evitar a base de innovación e implicación con cada caso. f.calabuig

Dice Zygmunt Bauman que el espacio cálido es la comunidad. Un lugar donde poder sentirse cómodo, un lugar donde poder compartir, relacionarse, socializar y aprender desde la confianza. Las 223 escuelas de adultos que hay en la Comunitat Valenciana son un espacio cálido. Humilde, constante y acogedor que cada día se llena de personas de distintas edades para aprender y compartir conocimiento. No lo dice Levante-EMV, lo dicen algunas alumnas, profesoras y expertos con los que ha hablado este periódico. Coinciden. Cualquiera lo puede ver en el momento en el que cruza la puerta de entrada del IES en València donde la Escuela de Personas Adultas (FPA) l’Alguer da clase desde que la pandemia les obligó a cambiar de instalaciones. Alumnos (son más de 500) y docentes disfrutan de una relación cotidiana del todo horizontal. Las escuelas de adultos ayudan, a quienes no han podido, a sacarse el graduado escolar (Educación Secundaria Básica), preparan a los mayores de 25 para el examen de acceso a la universidad, enseñan idiomas y realizan talleres, entre otras cosas. En la autonomía hay 20.845 alumnos en educación formal y 42.477 en no formal, según el Ministerio de Educación. Hasta hace un par de décadas, estos centros daban respuesta a la necesidad de alfabetización tardía de una parte de la sociedad. Ahora, se ha pasado de «una primera función instrumental a la socialización y la emancipación. De ser adaptativa a ser transformativa». Habla José Beltrán, profesor del departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València. En la actualidad, casi la totalidad de alumnos que acuden a las aulas de las escuelas de adultos saben leer y escribir. Más bien, los centros, hoy, sirven para dar segundas oportunidades a quienes no estudiaron en su día y para cultivar la socialización y las relaciones humanas, todo en torno a un aprendizaje que es constante a lo largo de la vida. Un modo de instruir de las «sociedades del conocimiento» dice Beltrán. «La educación de adultos se vincula al aprendizaje a lo largo de la vida y se convierte en un eje central de las políticas educativas».

Centros para sujetos con su propia experiencia vital

Además, dice el experto, el hecho de que los talleres formen parte de la educación «no formal» permite la innovación y la flexibilidad en las aulas. «Ofrece a los estudiantes adultos elementos de aprendizaje continuo, de disfrute de bienes de cultura y de accesos a contenidos y competencias digitales». «Los sujetos son los constructores de conocimiento, no solo los receptores, son partícipes. Además, lo son de una manera llena de sentido y gratificante». La característica principal de estas escuelas, apunta Beltrán, es que «no son centros para niños grandes, sino para sujetos que tienen su propio mapa de la vida, su propia experiencia vital». Son historias como las de Mercedes, Ana, Mónica o Juan Carlos.

En l’Alguer, como seguro ocurre en la mayoría de las escuelas de adultos, no existe un perfil común de estudiante, ni siquiera un grupo homogéneo, tal como apuntan desde el propio centro. Sin embargo, lo común radica en la motivación, la voluntad de estar ahí y aprender, compartir y alimentar ese crecimiento continuo. Es intergeneracional e intercultural. Nadie es «mayor» ni «joven» para nada. Simplemente son juntos, en ese espacio cálido.

Mercedes Tormos es del barrio del Cabanyal de València. Tiene ahora 70 años y aterrizó en la escuela de adultos con 52, cuando, después de trabajar en la misma fábrica textil desde los 16, las instalaciones cerraron y ella se quedó sin trabajo. «Tenía que ocupar mi tiempo en algo. Yo tenía el graduado escolar, pero no estaba capacitada para empezar a estudiar otra cosa, así que empecé en los talleres, me siento en casa y desde entonces he venido cada año». Han pasado ya 17 desde que Mercedes cruzó la puerta por primera vez. En todo este tiempo, la mujer ha aprendido sobre Historia del Arte, del Cine, ha roto su propia brecha digital y ahora acude a un taller de Atención y Memoria. «Hacemos ejercicios innovadores, problemas para estimular la mente. Siempre es algo nuevo y por eso los lunes y martes dejo lo que sea: ‘tengo clase’, digo a cualquier otro plan». Mercedes admira los valores que se inculcan espontánea y naturalmente. Respeto al valencià, su lengua, así como a todas las culturas que pasan por las aulas, donde también se imparte español para extranjeros. «Es enriquecedor compartir con gente que viene de otros lugares».

la humildad y calidez de aprender siendo mayor

Junto a ella se sienta Ana Isabel Albarracín, de 42 años. A ella la escuela le ha permitido ampliar sus conocimientos y recalificar su puesto de trabajo. Ahora es funcionaria del Estado. Empezó en l’Alguer en 2012, para prepararse la prueba de acceso a un grado superior. Destaca de las escuelas, de nuevo, la dedicación de las docentes. «Entré a mitad de curso porque estaba trabajando y al poco tiempo tuve un accidente en el que perdí la memoria durante dos meses». «Ahí me planteé dejarlo. Vi que era imposible, se me había borrado toda la información. Entre los profesores me animaron a seguir. Gracias a ellos insistí, seguí, y lo conseguí». Eso fue hace 10 años y hoy, Ana acude a clases de inglés. Destaca que si algo tiene la escuela de adultos es que te animan a continuar. «Todos estamos aquí voluntariamente pero aún así, también te puedes ir voluntariamente, y ellos te ayudan a que no abandones», dice la alumna.

Segundas oportunidades: «Me siento capaz»

Mónica Godino tiene 33 años y desde hace cuatro cuenta con el graduado escolar. Ahora, «para mejorar mi calidad de vida y encontrar un trabajo mejor, me propuse sacarme la prueba de acceso a la universidad para mayores de 25 años. El curso pasado no me fue bien, pero aquí estoy para volverlo a intentar». Dice que quiere estudiar Educación Infantil y mientras transita el camino, trabaja en una zapatería. «Siempre me ha costado muchísimo estudiar, veía un libro de texto y se me caía el mundo encima, pero aquí es diferente, me han motivado y me han hecho querer aprender y sentirme capaz», apunta la estudiante preuniversitaria.

Juan Carlos Ortega tiene 21 años y se está sacando el graduado escolar. Dice que tras dejarse el instituto y empezar a trabajar a los 16 años, se dio cuenta de que sin la ESO no iba a ninguna parte. «Cuando entras en el mundo laboral te percatas de que con la ESO no haces nada y sin el graduado eres prácticamente analfabeto». Por eso, anima a todos los jóvenes a que se esfuercen y se saquen el título básico, «si quieren tener un trabajo digno», matiza. Juan Carlos cuenta que en el instituto no entendía nada de lo que le explicaban y cuanto más se esforzaba más perdido se sentía, sin embargo, dice que en la escuela de adultos está muy centrado y saca buenas notas. «Me he dado cuenta de que puedo». Las matemáticas son su asignatura favorita, una afirmación de la que él mismo se sorprende. «Creo que la diferencia es que aquí somos más mayores, cuando yo dejé de estudiar era un niño, ahora veo que sin este mínimo no podré tener una vida digna». Mientras se saca el graduado, Juan Carlos también trabaja. ¿Seguirá estudiando después? «Pues no lo sé, pero lo que sí sé es que tener el graduado me dará la posibilidad de elegirlo, me abre la puerta a otras cosas». Segundas oportunidades.

La educación liberadora es, según el pedagogo brasileño Paulo Freire, aquella en la que el individuo es considerado un sujeto pensante, crítico y reflexionante. José Beltrán lo cita en su conversación con este periódico y añade que al espacio cálido que decía Bauman, hay que sumar una educación que fomente la autoestima de los sujetos y mejore su autorrepresentación. Los docentes tienen que acompañar al estudiante. Los cuatro alumnos del l’Alguer mencionan a Loles y a Mª Ángeles. Expresan su agradecimiento, por insistirles en continuar y acompañarles en el camino. Ellas también aportan su visión. Mª Ángeles Lonjedo es la directora del centro y Loles Martínez, la jefa de estudios. Hablan sin parar de sus alumnos y alumnas, de sus experiencias y sus logros. Hablan de nuevo de la heterogeneidad de los perfiles que asisten a clase. Hablan de que tuvieron a Pepe, un hombre que con 100 años asistía a clase, y de las relaciones intergeneracionales que se crean entre alumnos. No hay edad. No hay prejuicios. Y tampoco homogeneidad. «No hay grupos homogéneos, ni de edad, ni de intereses, ni de nivel socioeconómico, aunque las aulas para sacarse el graduado suelen tener a gente más joven, así como las de acceso a la universidad, porque tienen un objetivo común», cuenta Mª Ángeles. Loles, por su parte, relata que los talleres, donde hay personas más mayores, los copan casi todo mujeres. El motivo: «Las mujeres más mayores socializan en la cultura más que los hombres, creo que para salir de casa. Son jubiladas y es una forma de compartir con otras personas». Detalla que «lo mejor», es que hay gente que acude durante muchos años y eso demuestra que algo hacen bien. Como Mercedes, que lleva más de una década siendo alumna. ¿Es cálida la escuela?, pregunta este periódico. «Cálida y humilde», responden Mª Ángeles y Loles. «¡María, ahora salgo que estoy en una entrevista!», exclama Mª Ángeles ante la demanda de atención de una mujer que espera en la puerta. «¡Nos vemos mañana!», responde la mujer. «Hasta mañana, bonica».

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