Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Vidas refugiadas después de la guerra: "Dejé mi país para sobrevivir"

Milka, Nabaa, Jadi y Socorro tuvieron que abandonar sus casas y llegaron a la C. Valenciana como refugiadas para alejarse de la violencia. Miran con preocupación a Ucrania y apuntan que hace falta apoyo para construir una nueva vida.

vidas refugiadas «dejé mi país para sobrevivir» | FOTO: Áxel Álvarez

"Es difícil explicar cómo empieza una guerra. Creo que podría decir que tienes miedo de todo. Porque no sabes qué puede pasar». Después de treinta años, Milka Ahmetovic recuerda con detalle cómo tuvo que dejar su país, su trabajo, su casa, su familia, su rutina, su tierra, para salvar su vida y la de sus hijos. Natural de Bosnia, residía en Croacia, donde trabajaba como contable y vivía con su marido Refik, ingeniero mecánico, y sus hijos Dino y Damir, que entonces tenían cuatro y un año de edad. Lo cuenta por teléfono, desde Petrer, su pueblo desde 1992. Allí es donde llegó tras un periplo de más de un año en el que se vio forzada a huir para sobrevivir de la llamada guerra de los Balcanes.

vidas refugiadas «dejé mi país para sobrevivir» | FOTO: Fernando Bustamante

En este reportaje hablan personas. Mujeres que en su día llegaron refugiadas a la Comunitat Valenciana para sobrevivir. Huyendo de la muerte. Abrazando desesperadamente una oportunidad de vivir. Nabaa Salim es de Irak, Socorro Vivas Bonilla, de Colombia, y Jadi Kicheva, del Daguestán, hoy una región de Rusia.

Son las mujeres que comparten sus vivencias con este diario, de la misma forma que lo hace Milka en un contexto de crisis humanitaria en Ucrania. Observan con preocupación los acontecimientos y se sienten identificadas con esa huida desesperada. Forzosa. Con un propósito: salvar su vida. «Cuando empezaron fuerte los bombardeos nos fuimos a Bosnia, a casa de mi madre, y Refik se quedó en Croacia, hasta que mataron a un amigo y decidió venirse también. Eso fue en 1991».

Meses, días, Milka recuerda cada detalle. Y ha pasado ya media vida. «Encontré trabajo cerca de casa de mi madre y él cerca de casa de sus padres, estábamos a 100 kilómetros. Cada fin de semana nos veíamos». Pero cuando la guerra mostró su cara más cruda la distancia se alargó y hablar por teléfono se convirtió en imposible. Sin contacto. Sin información.

«De camino al trabajo siempre me llevaba conmigo a uno de mis hijos y al otro lo dejaba con su abuela, pensaba que si caía una bomba en alguno de los dos puntos, al menos tendría un hijo vivo»

decoration

Milka dice que tenía mucho miedo. Tal era la desesperación que «de camino al trabajo siempre me llevaba conmigo a uno de mis hijos y al otro lo dejaba con su abuela, pensaba que si caía una bomba en alguno de los dos puntos, al menos tendría un hijo vivo».

El avance de los ataques a otros puntos llevó a Milka a dejar Bosnia. «Me fui a Serbia, a Belgrado, a casa de mi hermana. Refik se quedó en Bosnia. Tenía que permanecer en la fábrica donde trabajaba». Estuvieron un tiempo en Belgrado, después se fueron como refugiadas a un albergue, pero las condiciones de frío la hicieron enfermar y fueron trasladadas a un hospital. Dice Milka que solo preguntaba si iba a poder tener una habitación para ella y sus hijos. Era imposible dormir con tanta gente, el frío, el hambre, el miedo. Escuchó por la radio que España quería ayudar a las personas afectadas por la guerra de los Balcanes y no se lo pensó. «Me apunté y en diez días nos dijeron que nos íbamos». No conocía a nadie. Ni tampoco el idioma. Solo quería huir.

Cogieron un avión que aterrizó en Manises. Milka dice que era 3 de diciembre. Les pusieron un collar que ponía «Biar». «Había dos intérpretes y yo solo preguntaba: ‘Voy a tener una habitación?’». Estuvieron en un albergue en Biar con 50 familias durante seis meses en un proyecto de ayuda en el que participaron Biar, Sax, Petrer, Castalla, Villena, Elda y Novelda. Milka tenía 37 años. Lo cuenta ahora, con 65, desde su casa en Petrer. Los pueblos se organizaron para suplir sus necesidades. Para que se sintieran en casa. Agradece a todas las personas que les ayudaron a integrarse.

Especialmente a Concha, Maruja, Pedro, Ángela y muchos más. Insiste para que este agradecimiento quede sobre el papel. Varias organizaciones le arreglaron una casa para que viviera con sus hijos. «Por fin tenía una habitación, no solo para los tres, sino una para cada uno». A partir de ahí, escolarizaron a los niños y ella encontró trabajo. En noviembre se jubila. «Después de varios años en España, por fin consiguió venir mi marido. Él trabajaba en una fábrica y hace dos años que se jubiló». Ahora Dino tiene 35 años y Damir 32. Cuando Milka cuenta que ambos estudiaron y tienen sus carreras le cambia la voz. Consiguió lo que quería. Paz. Tranquilidad. Y una habitación propia.

De Irak a València: Nabaa la resiliente

Socorro, Nabaa y Jadi componen la mesa en un parque de València donde se reúnen para compartir sus historias. Bromean con el hecho de que todas hayan elegido los mismos colores para vestirse. Mientras una cuenta su trayectoria, las otras dos escuchan pacientemente y empatizan. Se dan la mano. Se escuchan. «Eres muy resiliente», le dice Jadi a Nabaa mientras esta cuenta cómo llegó a España. Fue en 2015. Ella es de Nayaf, al sur de Irak, pero en 1999 se mudó a Siria con su familia. Vivía en Damasco con su madre y su hermano, pero poco después ellos se fueron a España por una enfermedad de su madre. Ella se tuvo que quedar y su padre, a quien no conocía porque vivía en Alemania, volvió para cuidarla.

«Los yihadistas intentaron recogerme de la calle tres veces, en una de esas cogí un autobús y me volví a Irak. No estaba segura en ningún sitio»

decoration

«Era un animal». Bebía, le pegaba e incluso intentó matarla varias veces. «Estuve 12 años lejos de mi madre. Llegaron a València y no podían traerme». Estuvo tiempo aguantando el horror en casa. Entonces, el Daesh entró en Siria. «Los yihadistas intentaron recogerme de la calle tres veces, en una de esas cogí un autobús y me volví a Irak, con miedo. Quería alejarme de mi padre y el peligro. No estaba segura en ningún sitio», cuenta la joven de 31 años. Pero lo que se encontró en su país no fue mejor. «Estuve casi dos años encerrada, no podía ir a examinarme de Bachillerato porque los yihadistas ponían bombas». Finalmente el Servicio Jesuita a Migrantes logró sacarla de allí. Ella nombra al padre Josep y a Chema, que apoyaron a su madre hasta que Nabba estuvo en València. También a sor María Dolores y Jaume, su abogado.

«Aprendí español en tres meses»

La adaptación fue rápida. A la carrera. «Aprendí español en tres meses, no podía no saber el idioma, me encerré hasta que pude hablar». No ha parado de formarse, hizo 26 cursos en un año y ahora trabaja de cocinera. Detalla que el pañuelo (hiyab) no le ayudó a hacerse un hueco y acabó quitándoselo. «Me dificultaba encontrar trabajo y es una forma de adaptarse», dice. Ahora alquila un piso donde vive con su madre, su hermano y su prima. Dice que en España ha renacido. «Sonrío todo el rato por los 12 años en los que no pude hacerlo».

Socorro tiene 75 años pero nadie lo diría. Se mantiene activa. Luchadora. Es una guerrera. «No sé de donde me viene este espíritu». Llegó a València tras pedir asilo en el aeropuerto de Barajas. Era sindicalista y estuvo perseguida por los paramilitares en Colombia, fue desplazada forzosa a Cali y finalmente acabó exiliada. «Mi país no me dio protección, me dijo que me fuera».

Socorro trabajaba en el hospital interdepartamental de Buenaventura como auxiliar de enfermería y era la presidenta del sindicato. Había meses que los salarios no llegaban. «Y eso no podía ser». «Uno tiene que protestar para que lo escuchen». Pero a ella la amenazaron. Fueron a su casa, revolvieron todo para encontrarla, aunque por suerte ella no estaba. Tras denuncias e intentos de protección, acabó huyendo a España con su niño, que entonces tenía 7 años.

"Me fui de Colombia para no morirme. Si me mataban, ¿con quién se iba a quedar mi niño?"

decoration

Critica que después de salir de la protección internacional, «te quedas a la deriva». «La protección debe proporcionar vivienda, atención y educación». «Me dijeron que iban a darme residencia y permiso de trabajo, pero faltan ayudas. Yo soy refugiada política, no vine por un problema económico, sino social. Me fui de Colombia para no morirme. Si me mataban, ¿con quién se iba a quedar mi niño?». En València se vinculó con diversas organizaciones, donde lucha para acabar con las injusticias.

Jadi escucha paciente. Se nota que es mediadora intercultural. Ahora, después de más de veinte años desde que llegó a España, ayuda a personas recién llegadas que están donde ella estuvo un día. Nació en la República de Daguestán, dentro de la URSS. Dice que es de etnia avara. Hija y nieta de comunistas y ateos, es bióloga de formación, se graduó con matrícula de honor y comenzó su carrera docente. Tenía 22 años.

Se quedó embarazada y justo antes de dar a luz se tensó la situación en Chechenia, un conflicto en el que se vio envuelto Daguestán y que sumió a la población en un estado de extrema pobreza donde «no había estado de derecho». Dio a luz cuando la violencia empezó. «Mi parto se paralizó por los ataques. Pensaba que no sobrevivía, no había médicos ni medicamentos, por momentos perdía el conocimiento». Majach nació pero la guerra siguió cinco años más. «Se normaliza la situación». Ese es el peligro.

Huyeron a Rusia por presiones a su marido, que trabajaba en la frontera, pero después fueron expulsados y acusados de terroristas. Se fueron a Europa y acabaron en España. No sabían el idioma. Lo habían dejado todo. Era el año 2000. La adaptación pasa por distintas fases, cuenta. En su caso primero sintió agradecimiento por estar vivos, por que «España nos dejara estar aquí, no lo tomaba como un derecho, sino como un agradecimiento». Reivindica que haya atención a los menores para que las madres puedan trabajar. «Ni las españolas ni las migrantes tienen apoyo, lo que les aboca a tener que rechazar trabajos, pero las vulnerabilidades se multiplican cuando eres migrante, no tienes red familiar para apoyarte». Le costó 17 años convalidar sus estudios y quince obtener la nacionalidad. «Como refugiada primero te sientes muy arropada, pero después escupida a la cruda realidad». Por eso, dice Jadi, «necesitamos apoyos de conciliación para poder volver a construir nuestra vida».

Compartir el artículo

stats