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La identidad en tiempos de crisis

¿No poder pagar la luz, quedarse sin empleo o ver reducidos los servicios sociales cambia el sentimiento de pertenencia?

¿Han influido los vaivenes económicos en el auge de nacionalismos? ¿Ser valenciano cambió de bando ideológico?

Una muixeranga durante la manifestación vespertina del 9 d’Octubre en 2018. GERMÁN CABALLERO

No confundir crisis de identidad con identidad en tiempos de crisis. Si «yo soy yo y mis circunstancias» como señala Ortega y Gasset, un cambio en los condicionantes externos puede generar un desbarajuste de calado en algo tan complejo como es la «identidad». Cuál es la identidad valenciana es una pregunta ante la que podrían encontrarse cinco millones de respuestas distintas (prácticamente una por cada habitante autonómico) entre hechos simbólicos, fiestas de guardar, banderas a aplaudir o himnos que entonar. Ahora bien, en lo que hay una coincidencia amplia es que un terremoto económico como el que supone una crisis conlleva que las estructuras internas y personales del qué o cómo sentirse se vean zarandeadas. ¿Lo urgente de lo material (pagar la hipoteca, las facturas o buscar empleo) hace olvidar lo simbólico? ¿O es el desajuste de lo concreto el que hace abrazar lo etéreo de lo identitario?

«En tiempos de crisis se fortalecen las identidades estatales y reaccionarias», adelanta mirando a lo ya escrito por el paso del tiempo el historiador Vicent Baydal. «Cuando hay vaivenes económicos, los discursos sencillos de la patria y la bandera ganan adeptos aunque no paguen hipotecas», añade la politóloga Rosa Roig. «Son estadios diferentes», señala como voz discordante el catedrático en Derecho Constitucional, Vicente Garrido. «En una crisis, aunque sea de carácter global, siempre se buscan soluciones autóctonas y ahí aparece la reivindicación de la identidad», replica por su parte el periodista Antoni Rubio. «La identidad no surge del vacío, tiene que ver con la realidad en la que se vive», señala el activista Toni Infante. «Las identidades colectivas están constituidas por los contextos que envuelven a estos colectivos y un tiempo de crisis claro que las afecta», resume el sociólogo Rafael Castelló.

EN TIEMPOS DE CRISIS

Cuándo, cómo y en qué sentido llegan las ondas expansivas de la economía a cambiar el sentimiento de lo que uno, o un colectivo, se siente depende, según indica Castelló, investigador de la Universitat de València, «de la narrativa que se ha hecho de ese periodo de crisis por parte de los perjudicados». «No se ven los efectos de hoy para mañana», expone. Los cambios son lentos, pero acaban aterrizando y marcando el discurso. «Se necesita que circule durante un tiempo la narración de lo que ha pasado, que los discursos calen en la ciudadanía», añade al respecto el docente en la institución académica valenciana, quien insiste en diferenciar entre que lo que ocurre y lo que se acaba contando y que termina generando el poso en el acervo personal.

La teoría aterriza en la Comunitat Valenciana con la duda de cómo extrapolarse. El problema, señala la doctora en Ciencias Políticas Rosa Roig es que la identidad valenciana «es muy débil». «Es una tarea pendiente del autogobierno, que haya una sola identidad común desde Vinarós hasta Orihuela, de Dénia hasta Ademuz», expresa la profesora. Le complementa el historiador Vicent Baydal, cronista de València, que recuerda lo expresado anteriormente y lo desgrana: «En tiempos de crisis se fortalecen las identidades estatales y reaccionarias. Es decir, aquellas que están vinculadas a la soberanía de un Estado y tienen un discurso proteccionista, con marcadores étnicos y más vinculadas al populismo de derechas. Es lo que suele pasar». Entonces, ¿qué pasa con la valenciana? Pues que esta, detalla Baydal, «no es estatal, es regional dentro de un Estado» y que, además, está «vinculada en los últimos 50 años a un posicionamiento progresista».

Sin embargo, entre sus explicaciones, el historiador pide incorporar matizaciones. Señala los ejemplos de Cataluña y Escocia, dos regiones en las que las identidades se han visto reforzadas durante la crisis económica de la segunda década del siglo XXI, llegando la segunda a celebrar un referéndum de autodeterminación mientras que la primera tuvo en su punto álgido de manifestaciones y acciones políticas en el llamado procés, con declaración de independencia fallida en 2017. Baydal argumenta que en estos dos territorios no hacía falta tener un Estado propio para que las identidades catalana y escocesa fueran «hegemónicas». «Era la más aceptada por la población de ese lugar», incide al tiempo que apunta a que en ambos casos hay también «toques reaccionarios».

Cambios en los últimos años

Entre medias aparecen muchos más casos de territorios en los que las identidades estatales con tintes de populismo reaccionario se han visto engrandecidas en tiempos de crisis. El habitual señalamiento son los regímenes nazi y fascista en Alemania e Italia en los años 30 tras los consiguientes derrumbes económico y social. Pero no hace falta retroceder casi un siglo. Italia es, tras las últimas elecciones del 25 de septiembre, un ejemplo de cómo los llamamientos a la patria se convierten en un reclamo frente a los problemas en los bolsillos. También Brasil con Bolsonaro. O Trump en EE UU en 2016. O el buen resultado, sin éxito para gobernar, del Frente Nacional de Le Pen en Francia. O, por supuesto, el Brexit, una sacudida para toda la Unión Europea.

«El discurso patriótico llega a la parte emocional de la ciudadanía de una manera más directa en los tiempos agitados, son discursos fáciles de entender y generan esa dicotomía entre buenos y malos», argumenta Roig. «La identidad nacional a veces sirve para esconder situaciones de injusticia», explica Castelló, quien considera que la bandera ha servido en todos estos lugares para tapar las brechas generadas por la economía y que se pudiera culpar a otros estratos sociales, en ocasiones, en una lucha del último contra el penúltimo. «Y ahí las redes sociales han tenido un gran éxito para la propagación de estos discursos, es por donde han conseguido escamparse», detalla Castelló.

Esta situación, señala, también ocurre en la Comunitat Valenciana. A nivel autonómico el debate identitario no está ni mucho menos cerrado. Blaverismo o pancatalanismo aparecen como términos de reproche. La identidad cambia de izquierda a derecha y ha cambiado con los partidos que la han representado. En los 90, quien hacía de las señas identitarias su principal reclamo electoral era Unió Valenciana, a la derecha del espectro ideológico en cuanto al aterrizaje material y económico se refiere. Años después es Compromís, en el lado izquierdo del tablero, el partido que podría reivindicarse como valencianista al ser también el único con representación autonómica que no tiene su raíz a nivel estatal. Ambas formaciones tuvieron su punto álgido tras sendas crisis económicas. ¿La identidad valenciana, entonces, cambió de bando o nada tiene que ver lo que se vota con lo que se siente?

«Compromís tiene su principal éxito gracias a su denuncia de la corrupción y a la irrupción de figuras mediáticas como Mónica Oltra», explica el autor del libro Valencianisme líquid, Antoni Rubio, quien señala que la coalición se ha ido asemejando cada vez más a otros partidos de la izquierda española con el objetivo de ampliar su base de electores a cambio de perder fuerza en las reivindicaciones de carácter más nacionalista. Es decir, su irrupción tiene que ver con la coyuntura y el discurso material más que con las reclamaciones simbólicas e identitarias. Sin embargo, Rubio sí que señala méritos en esa defensa territorial como el discurso de la infrafinanciación, la falta de infraestructuras o de inversión por parte del Estado. «Ahora hay unanimidad en estas cuestiones entre la mayoría de los partidos que están en las Corts y ha conseguido abrirse paso en la agenda, pero hubo un tiempo en que este discurso era residual», destaca. E incluso en criticar los grandes eventos como focos de corrupción. «Se decía que era ser antivalenciano», recuerda.

El despegue de Compromís llegó entre 2011 y 2015, años en los que la crisis económica hacía estragos entre la población valenciana. Unió Valenciana logra los mejores resultados en los 90, años también marcados por la crisis económica, aunque con un calado inferior al que llegaría dos décadas después. Sin embargo, en los dos casos coincide, explica la politóloga Rosa Roig, en que quien gobierna en España y en la Comunitat Valenciana es el PP en el primer caso y el PSOE en el segundo. Es decir, tanto Unió como Compromís crecen cuando se encuentran en el Ejecutivo formaciones contrarias a su ámbito ideológico y a las que culpar. «Es una forma de reacción», expresa Roig. El voto a estas formaciones se convierte en una protesta desde el ámbito valenciano que se siente discriminado ante las actuaciones que se están llevando a cabo desde el Gobierno central en esos momentos. La naranja de Lizondo la recogió años después Baldoví.

Pero el espacio de la derecha valencianista no parece sacar cabeza con una alternativa identitaria. «El PPCV engulló a Unió y se quedó con todo el discurso regionalista más tradicional», explica el catedrático de Derecho Constitucional y expresidente del Consell Jurídic Consultiu, Vicente Garrido. Esta semana el líder de los populares valencianos, Carlos Mazón, volvía a exhibir ese perfil impregnado de las tesis de la antigua Unió y volvía a azuzar el miedo al «catalanismo». Lo hizo reivindicando la ley de Señas de Identidad que aprobó el PP de Alberto Fabra al final de la legislatura de 2015 y que fue derogada por el Botànic tras su llegada. Mazón se ha comprometido a aprobarla de nuevo aunque adaptándola a los nuevos tiempos. Pero su discurso identitario también tuvo un matiz material. Así, indicó que en la futura ley, en caso de que llegue a gobernar, se incluirá la prohibición de que la Generalitat dé subvenciones a instituciones «que se avergüenzan de que seamos valencianos».

Para Garrido, sin embargo, el debate material y todos los vaivenes económicos no influyen en la cuestión identitaria. «Son dos estadios totalmente distintos», expresa. En su opinión, más que hablar de identidad en tiempo de crisis y cómo influyen estas en la primera, el caso valenciano es una «crisis de identidad». «Es un debate que continúa abierto, no hay una identidad unánime, un problema que viene desde el inicio del proceso autonómico», explica el jurista. Aunque matiza que está «más calmado» que en los años 80. Los 40 años del Estatut e instituciones como la Acadèmia Valenciana de la Llengua, añade, han tranquilizado la situación.

El análisis de Garrido, no obstante, choca con la interpretación de Castelló, quien considera que la situación económica y material influye directamente en el acervo identitario popular. Pone el ejemplo de la infrafinanciación autonómica por parte del Estado. Esa falta de recursos económicos genera manifestaciones unitarias de todos los agentes sociales y políticos ante lo que se pregunta si estas acabarán calando en el pueblo valenciano «como una sensación de desagravio coyuntural o estructural». No obstante, recuerda su punto de partida a la hora de explicar la influencia de los discursos: «Para ello hace falta mucho tiempo e influirá cómo llegue el relato».

En esa misma línea ahonda Antoni Infante, activista y coordinador de la Plataforma pel Dret a Decidir, vinculada a una identidad valenciana que choca con la que defendía la antigua Unió o ahora lo hace el PPCV. «Pensar que solo la lengua que se habla marca la identidad es reduccionista», expresa Infante. Añade que «no es lo mismo para forjar la identidad tener unos servicios públicos fuertes que estar en aulas en barracones o tener que esperar cinco o seis meses para ser operado». Tampoco lo es, incide, criarse en una sociedad llena de museos o actividades culturales y con el tiempo libre para poder ir a ellos. «Somos un pueblo muy creativo», agrega, pero «no poder seguir el ritmo de las economías de vanguardia europeas ha provocado limitaciones colectivas y eso acaba marcando la identidad».

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