Mientras la Liga de las Estrellas crece cada año en todas sus magnitudes contables (salarios, ingresos, gastos, número de espectadores, etc. ) y también en sus dimensiones intangibles (pasión, interés, repercusión social...), el llamado problema arbitral está estancado. Temporada tras temporada, asistimos a la reiterada demostración de impericia por parte de muchos colegiados, obstinados en complicarse la vida sin necesidad, en no avenirse a la lógica, en, como denunciaba Quique, jugar su propio partido, al margen del real.

Aquí no hay un Pierluigi Collina que concite unanimidades incontestables, pero existe un selecto ramillete de buenos árbitros, una abundante medianía y un par o tres -Pérez Lasa, Puentes Leyra...- que son peores que la carne de perro (pero ahí están, haciendo gala de su torpeza, domingo sí, domingo no, sin que sus dirigentes les quiten definitivamente el pito de la boca).

En todos estos estratos, lo que más abunda es el árbitro masoquista. Es una especie de patología gremial merecedora de estudio y tratamiento psicológico. Son muchos los colegiados que confunden la personalidad con la chulería, la integridad con la terquedad, el poder con el desplante, el control del partido con el desmesurado recurso al castigo de las tarjetas. Todas estas actitudes exageradas obedecen a un único propósito: hacer patente su absoluta potestad sobre el territorio del campo y todos sus moradores. Detrás de muchos de esos gestos teatrales con los que algunos árbitros tratan de imponer su dominio, se esconden grandes complejos de inferioridad.

Muchos de ellos actúan siempre a la contra, buscando el enfrentamiento sistemático con el público local, como si con ello hicieran gala de su independencia. Y acaban montando unos cirios de mucho cuidado.

Otros, más sutiles, son como los malos picadores: castigan los costillares de un equipo a base de faltas intrascendentes, pero que, acumuladas, acaban por hacer mella en la resistencia de los jugadores y desquician al más pintado. Fue el caso, por ejemplo, de Rubinos Pérez en el reciente encuentro entre el Valencia y la Real Sociedad, cuando en la segunda parte, se tragó todas las faltas de la Real en el centro del campo, y sólo sancionó una sobre el ataque del VCF, con lo que le agobió aún más de lo que estaba y no le permitió oxigenarse. ¿Por qué esa absurda actitud? La respuesta sólo puede hallarse en la psiquiatría.

La Liga española facturará este año algo más de mil millones de euros. El resultado final de este considerable volumen de negocio depende, en buena parte, del factor suerte. No es de recibo que a ese elemento inevitable de riesgo, se le añada el de la incompetencia o el capricho arbitral. Un colegiado de Primera cobra un salario fijo anual de 50.000 euros, más 1.600 por partido dirigido, dietas al margen. Comparado con los sueldos millonarios de los futbolistas, no es nada; pero para un trabajador de cualificación media, no está mal, teniendo en cuenta, además, el tiempo de dedicación exigido. No parece, por tanto, que el flojo nivel arbitral se pueda amparar en el malestar salarial. El déficit es más de formación y de medios raquíticos. El problema reside en la cúpula.

Por una parte, el Comité Español está desacreditado, no sólo por haberse convertido en un apéndice más del poder de la Federación, sino por su manifiesta incapacidad para afrontar y resolver su permanente conflicto porque, sobre todo se niega a reconocerlo como tal. Los dirigentes arbitrales se encierran en una actitud de autodefensa corporativista, frente a los supuestos ataques de un enemigo exterior, que viene a ser, para ellos, el resto de la humanidad.

Desde esa perspectiva, los factores de corrección que se introducen son siempre de carácter menor, aparente y endógeno. Este año, forzados por los clubs, han cambiado el sistema de designación. Ya no es el ordenador quien determina cual es el árbitro idóneo para cada partido, sino que ahora asumen esa tarea tres preclaros ex árbitros -curiosamente, los tres malagueños- famosos por las escandaleras que provocaban cuando estaban en activo. Pues bien: Desde que López Nieto y sus otros dos compinches, han metido baza, los escándalos no sólo no han disminuido, sino que han comenzado antes que nunca. Los parches no son la solución. El enrocamiento del Comité de Árbitros sólo lleva a un callejón sin salida.

Más arriba, sobrevolando las superestructuras, flota la International Board, el sanedrín competente en la legislación futbolística, lento de maniobra, conservador e inmovilista, incapaz de echar mano de la tecnología propia del siglo XXI, a la que otros deportes no han tenido ningún problema en recurrir. En el fútbol, un silbato y una banderola del siglo XIX siguen siendo las grandes herramientas científicas con que se dotan los árbitros. Incomprensible.

Por si todos estos inconvenientes internos fueran pocos, desde el exterior tampoco se ayuda nada a los colegiados. La reciente campaña promovida desde los medios madridistas en torno a una supuesta «conspiración arbitral contra el Real» sólo provoca carcajadas. Los pájaros, disparando a las escopetas.

Eso sí: que sus promotores se atengan a las consecuencias. El día que esta instrumentalización de los sentimientos de los aficionados estalle en ira incontrolada, será el momento de recordarles a ciertos profundos cronistas, titulares no muy ajustados al Libro de estilo; o a publicaciones más rastreras, que expliquen este otro modelo de rigor: «Un árbitro con fama de culé para el derby», referido al At.Madrid-R.Madrid, y aparecido antes de que se juegue el partido. Para ir calentando el ambiente. Hasta que explote....