Álex Serrano | Valencia

Son todos jóvenes. Tienen poco más de 20 años. Son un equipo de fútbol, pero porque ellos lo dicen. No llevan uniforme, ni siquiera zapatillas. Varios de ellos, incluso, están en el campo con alpargatas, los dedos endurecidos por los partidos anteriores. Tienen aspecto terroso y duro, bronceados por el casi eterno sol de la Vega Baja. Uno de ellos tiene unos enormes ojos claros. Es de ademanes enérgicos y vitales. Cuando comienza el partido, el medio volante de La Repartiora, un equipo formado por chavales de la calle de Arriba, en Orihuela, se mueve lentamente, sin prisa. Con tranquilidad. Cuando sus compañeros le piden el balón, le gritan "¡Barbacha!" , que es un tipo de caracol muy pequeño. En realidad, su nombre es Miguel Hernández. Es pastor, pero el tiempo le encumbraría como uno de los grandes nombres de la poesía del siglo XX.

Poco conocida es la faceta deportista del poeta valenciano. Debido a su famosa condición de pastor, Hernández pasaba muchas horas en el campo. Ahí desarrolló su amor por los motivos rurales, que más tarde serían el centro de sus primeras composiciones poéticas -y de las posteriores, influenciadas por la escuela de Vallecas- y, además, por los ejercicios al aire libre. Hernández era, según uno de sus biógrafos, José Luis Ferris, "un enamorado del agua". No es el único que hace hincapié en este amor del poeta por la natación y el baño. Rosendo Mas, amigo de la infancia del célebre oriolano, aseguraba en una entrevista otorgada a la Fundación Miguel Hernández que en su casa "llenaba marrajas de agua y se las echaba por encima".

Pero es el fútbol el deporte favorito del poeta. De joven, tal como señala Ferris, acudía a ver jugar al Orihuela F. C. y años más tarde fundó un equipo llamado La Repartiora. Mas explicaba que el nombre venía dado porque "cada uno traía una cosa" y lo repartían entre todos. En ese intercambio de productos, sobre todo comida de la fértil huerta alicantina, Miguel Hernández servía poemas -en esas primeras fases de la vida literaria del poeta tenía por costumbre regalar versos-. Uno de ellos fue el himno del equipo, que se reproduce a la derecha de estas líneas junto a su célebre "Elegía al guardameta" y a otra composición de influencia "repartiorana", "Ni el 'Iberia' ni los 'Yankis'".

Pasó el tiempo y Miguel Hernández dejó de lado el deporte para dedicarse por entero a la creación poética y, más tarde, a la militancia política. Pero en sus últimas noches, allá por 1942, recordaría, además de a Josefina Manresa y a Manuel Miguel, sus tardes en Orihuela, buscando sin prisa un gol para La Repartiora.

Elegía al guardameta

Tu grillo, por tus labios promotores,

de plata compostura,

árbitro, domador de jugadores,

director de bravura,

¿no silbará la muerte por ventura?

En el alpiste verde de sosiego,

de tiza galonado,

para siempre quedó fuera del juego

sampedro, el apostado

en su puerta de cáñamo añudado.

Goles para enredar en sí, derrotas,

¿no la mundial moscarda?

que zumba por la punta de las botas,

ante su red aguarda

la portería aún, araña parda.

Entre las trabas que tendió la meta

de una esquina a otra esquina

por su sexo el balón, a su bragueta

asomado, se arruina,

su redondez airosamente orina.

Delación de las faltas, mensajeras

de colores, plurales,

amparador del aire en vivos cueros,

en tu campo, imparciales

agitaron de córner las señales.

Ante tu puerta se formó un tumulto

de breves pantalones

donde bailan los príapos su bulto

sin otros eslabones

que los de sus esclavas relaciones.

Combinada la brisa en su envoltura

bien, y mejor chutada,

la esfera terrenal de su figura

¡cómo! fue interceptada

por lo pez y fugaz de tu estirada.

Te sorprendió el fotógrafo el momento

más bello de tu historia

deportiva, tumbándote en el viento

para evitar victoria,

y un ventalle de palmas te aireó gloria.

Y te quedaste en la fotografía,

a un metro del alpiste,

con tu vida mejor en vilo, en vía

ya de tu muerte triste,

sin coger el balón que ya cogiste.

Fue un plongeón mortal. Con ¡cuánto! tino

y efecto, tu cabeza

dio al poste. Como un sexo femenino,

abrió la ligereza

del golpe una granada de tristeza.

Aplaudieron tu fin por tu jugada.

Tu gorra, sin visera,

de tu manida testa fue lanzada,

como oreja tercera,

al área que a tus pasos fue frontera.

Te arrancaron, cogido por la punta,

el cabello del guante,

si inofensiva garra, ya difunta,

zarpa que a lo elegante

corroboraba tu actitud rampante.

¡Ay fiera!, en tu jaulón medio de lino,

se eliminó tu vida.

Nunca más, eficaz como un camino,

harás una salida

interrumpiendo el baile apolonida.

Inflamado en amor por los balones,

sin mano que lo imante,

no implicarás su viento a tus riñones,

como un seno ambulante

escapado a los senos de tu amante.

Ya no pones obstáculos de mano

al ímpetu, a la bota

en los que el gol avanza. Pide en vano,

tu equipo en la derrota,

tus bien brincados saques de pelota.

A los penaltys que tan bien parabas

acechando tu acierto,

nadie más que la red le pone trabas,

porque nadie ha cubierto

el sitio, vivo, que has dejado, muerto.

El marcador, al número al contrario,

le acumula en la frente

su sangre negra. Y ve el extraordinario,

el sampedro suplente,

vacío que dejó tu estilo ausente.