Con su cuarto ascenso a Primera división, el levantinismo enterró ayer la melancolía. Una herramienta quizá seductora, desde el punto de vista metafísico, pero a la larga autolesiva y dañina para el relato de cualquier club. La tarde de ayer en Orriols fue un ejercicio de puro placer. Todo salió perfecto. La improvisada fiesta final entre jugadores y aficionados fue emotiva y no se olvidará fácilmente. El equipo, el mismo equipo que a principio de temporada parecía llamado a luchar por la permanencia, lejos de atenazarse por los nervios, se dio un atracón de fútbol y goles para deleite de los 18.172 hinchas que no querían perderse la cita con la historia. Además, que el ascenso se rubricara en el año del centenario, en casa, no en escenarios lejanos como Jerez o Lleida, perfeccionó la gesta. Las imágenes en sepia del ascenso de 1963 en Vallejo contra el Deportivo se convirtieron ayer en 3D y multicolor. El hito llega en un momento de gran trascendencia para el club, colocado en una delicada encrucijada social. Estar de nuevo en la elite supone un impulso crucial para que la entidad, intervenido judicialmente, resucite económicamente y consiga la tan ansiada estabilidad.

Por situación clasificatoria, por fútbol desplegado, por motivación. Todos los factores lógicos y también los intangibles soplaban a favor de los granoteros antes del partido. Pero el aficionado levantinista es, por naturaleza genética, desconfiado. Ese escepticismo se adivinaba en los prolegómenos en los rostros de aficionados, con el pinganillo de la radio colgado del oído, por aquello del "qué pasaría" en los partidos de Betis y Hércules. La doble piña de los jugadores, antes de comenzar el partido, sirvió para que el estadio, que rozó el lleno, espantara temores al grito de la centenaria vuvuzela azulgrana: "¡¡Levante, Levante!!".

En poco más de cinco minutos se demostraría que la jornada no iba a ser de sufrimiento, sino todo lo contrario, feliz y festiva. El Levante salió en tromba y los transistores saltaron por los aires con los dos latigazos que llegaron desde los extremos. Primero desde la izquierda con Juanlu. Luego apareció por la derecha Xisco Muñoz, para recortar hacia adentro al estilo de Robben y Messi y colocar su chut por toda la escuadra. La meritoria estirada de Lledó sólo hizo que embellecer el tanto. Para definir el rugido orgásmico del Ciutat de València con el 2-0 habría que recurrir a Bukowski para dar con el adjetivo adecuado. Ayer, la voracidad del Levante no conocía límites. Le anularon dos goles. Para el final de la primera parte quedaba la guinda, con el tercer tanto de Javi Guerra y las noticias del gol del Rayo Vallecano contra el Hércules, que coincidió con la retirada de los futbolistas azulgranas a vestuarios. Público y jugadores celebraban un ascenso que ya era seguro. Los vaivenes, a veces favorables, a veces contrarios, en el marcador del Helmántico y el Rico Pérez no afectaban al ánimo de los hinchas, que se divirtieron con olas mexicanas.

Los minutos finales se jugaron bajo una permanente euforia, sin temor a que Hércules y Betis, que habían igualado sus partidos, marcaran. Ese fatalismo ya es de otra época. Con el griterío de los últimos minutos dificilmente se oían las recomendaciones por megafonía de no invadir el terreno de juego. Llegó entonces el momento. Desde el banquillo el meta suplente Manu, pegado a la radio, dio la señal de que el partido del Betis había acabado. Con el balón en juego, los jugadores empezaron a abrazarse y Jaime Latre no tuvo más remedio que dar por concluido el encuentro y que se diera paso a la apoteosis. Los jugadores y los aficionados se fundieron en una sola marea humana. Era imposible distinguirlos. Las redes de las dos porterías, como manda el ritual, desaparecieron en cuestión de segundos. Robusté fue llevado a hombros por la masa hasta vestuarios.

El "show" de Pau Cendrós

De nuevo desde megafonía se insistió, tan repetida como estérilmente, que la afición abandonase el terreno de juego y volviera a la grada para que comenzaran los festejos. Pero no se movía nadie del césped al grito de "Som som som de Primera divisió", "es un xoto el que no bote", "A Primera oé", y un recado para la alcaldesa Rita Barberá: "¿Dónde está Rita Barberá?". Al final la plantilla al completo volvió al terreno de juego, flanqueada por un pasillo humano. Hubo tiempo para un tercer homenaje. Uno a uno, fueron saliendo de nuevo, nombrados por Pau Cendrós, que se convirtió en improvisado maestro de ceremonias, poniendo motes a sus compañeros -Brutus Robusté, el Dj Miguel Pérez, Lehendakari Gorka Larrea, el Káiser Ballesteros- o pidiendo a otros que no se marchen del club -Javi Guerra quédate, Juanlu quédate-. El cuerpo técnico y los empleados fueron manteados y, en el caso de Raimon, el guardián protector del césped, literalmente aplastados. El delegado Andrés Garcerá se arrancó con "Un velero llamado libertad". El jardinero, con Elvis Presley. A las 20:49 horas era el turno del más aclamado, el artífice del trabajado milagro: Luis García Plaza. Quico Catalán, que no quería descender del palco para no robar protagonismo, fue bajado, descamisado y desgominado, al campo. Al grito de "el año que viene, nos vamos al Camp Nou", "el año que viene, Levante-Real Madrid" y el himno cantado a capela, se trasladaba la fiesta a la Fuente de las Cuatro estaciones. En Primera espera todo un desafío. Con esta unión, nada es imposible. Basta ya de fatalismo.