Esta historia se remonta hace justo 18 años, en una de las shiptown -asentamientos de chabolas instauradas en el Apartheid- de Boipatong, al sur de Soweto, un enclave sometido a la miseria y el crimen.

Nuestro protagonista es un risueño niño de 11 años, al que le encanta jugar al fútbol y estudiar matemáticas y ciencias en un colegio en el que algunos de sus compañeros acuden armados con machetes. A su madre, María- que ejerce de criada en una casa blanca afrikaner- no cesa de repetirle que, de mayor, quiere ser abogado. Igual que el Madiba Nelson Mandela, liberado dos años antes, después de pasar 27 encarcelado. Sudáfrica afronta en aquellos días una delicada transición con el riesgo latente de una guerra civil. En la noche del 17 de junio, nuestro protagonista y sus hermanos mayores, víctimas a su edad de varias palizas racistas, son repentinamente despertados por la madre. Fuera, en las calles del gueto, se escuchan gritos, disparos, frenazos de coche. Un grupo armado asalta y prende fuego a las chabolas. Toda la familia huye a la carrera y logra sobrevivir pasando lo que queda de noche ocultos en distintas casas de vecinos y amigos. A la mañana siguiente el panorama es desolador. Un total de 46 personas, entre ellos varios niños y mujeres embarazadas, han sido salvajemente asesinadas. La masacre ha sido ejecutada por miembros de la Inkatha Party, un colectivo negro escindido del Congreso Nacional Africano liderado por Mandela, al que ahora consideran su mayor enemigo. Conmocionado por la matanza, Mandela amenazaría posteriormente con abandonar las conversaciones de paz, al acusar al Partido Nacional, la minoría blanca que había gobernado el país con mano firme durante más de 40 años, de haber sido cómplice de tal exterminio.

En la desoladora mañana del 18 de junio, en Boipatong se respira una calma tensa. Nuestro protagonista no renuncia a ir a escuela. Con la mochila llena de libros heredados de sus hermanos mayores, se dirige hacia el colegio cuando imprevistamente ve acercarse, de cara a él, a una turba alarmada que llora y grita. Se ha extendido el rumor que otro comando organizado de la Inkhata Party regresa a Boipatong a rematar la faena. En concreto, de los alaridos de la gente se desprende que esta vez van a por los niños varones del gueto, a quienes quieren liquidar para eliminar progresivamente una hornada de jóvenes futuribles seguidores de Mandela. La criatura regresa corriendo a su casa. Escapar no es una posibilidad, no hay tiempo. Toca buscar una milagrosa solución o rezar para que la pesadilla se esfume.

Es entonces cuando su madre María, angustiada, decide vestirlo de niña, con ropa de una de sus hermanas, que le queda ligeramente grande. Haciéndose pasar como una niña, agarrado de la mano de su madre, se cuelan entre la caótica multitud, que corre despavorida, hasta llegar al community hall, una especie de casa consistorial donde se garantizaba protección suficiente. Durante varios días, los días que acabarían por salvarle la vida, nuestro personaje sigue vistiéndose y comportándose como una niña hasta que cesa la amenaza terrorista.

Con los años, el protagonista de esta historia continua jugando al fútbol. Y la verdad es que no se le da nada mal. Se llama Aaron Mokoena, es defensa y el capitán, con más de cien internacionalidades, de la selección de Sudáfrica. Por su juego y carisma, está considerado un héroe nacional, como lo fuera François Pienaar en la selección de rugby que se proclamó campeona del mundo en 1995, en el primer gran acontecimiento deportivo con el que la nueva Sudáfrica se abrió al mundo. Mokoena, de 29 años, acabará la carrera de Derecho cuando cuelgue las botas. Mientras llega ese momento, su fundación ayuda a la educación de niños de Boipatong y otros asentamientos que no han sido todavía erradicados para evitar que tengan que agarrarse al mismo milagro que a él le salvó la vida.