Cuando llega el Mundial -o, en su defecto, la Eurocopa-, las Españas futboleras emprenden el viaje para animar a su selección. Cada vez más, porque últimamente hasta los ven ganar más a menudo (no ayer, claro). Y, cada vez más, la moda obliga a asistir sacando lo más ridículo del vestuario propio, para alegría de los fabricantes de pelucas, pulseras, pintura y otros derivados plásticos made in China

Una parte de estos aficionados no dudan en hacer un ejercicio de patriotismo, preferiblemente rancio, disfrazándose de aquello que el más profano asociaría inmediatamente al país en cuestión. Y si en España parece que da resquemos mantener los tópicos de castañuelas, el aficionado futbolero pasa de miramientos y se apunta generosamente a la imagen sesentera, de cuando empezaban a conocernos. Así, sombreros andaluces, monteras y tricornios son el elemento más común en las gradas. Y no faltaron ayer mismo en Durban. Pero no cortaron ni orejas ni rabo a la vaca suiza, que andaba por allí, porque sonar, sonaban los espantosos cencerros alpinos, esos que los aficionados helvéticos no dudan en transportar desde miles de kilómetros.

Podríamos torcer el gesto y farfullar un "¡es que no aprendemos!". Pero aquel que esté contemplando el Mundial se habrá dado cuenta que todos sueltan caspa. Aficionados de toda el mundo llegan con su estereotipo más socorrido. Por eso, por las calles de Sudáfrica han paseado cascos de vikingo daneses, caballeros del rey Arturo ingleses, alemanes oktoberfesticos, con sus tirantes y sus birras, hombres-condor andinos... todos tienen derecho a ser rancios.