Los peritos en la materia no acaban de ponerse de acuerdo. Sostienen unos que, comenzados los partido, la incidencia del entrenador sobre su desarrollo, es mínima. Otros, en cambio, les atribuyen una importancia capital en la evolución del juego. Eso si, casi ningún experto discute la mayor importancia que cada día adquieren los ocupantes del banquillo en la construcción de los grandes equipos.

Antes, la figura de ese respetable señor, más conocido por su denominación inglesa de mister resultaba menos relevante. Miguel Muñoz, por ejemplo, que entrenaba al Madrid de Di Stefano, era un actor secundario en aquel elenco de enormes futbolistas. Del Santos de Pelé, apenas queda memoria de sus responsables técnicos. En cambio, ahora, los de mayor empaque y prestigio, son equipo de autor, y van asociados al nombre de su director: el Barça de Guardiola, el Inter de Mourinho, el Liverpool de Benitez, el Manchester de Ferguson, el Arsenal de Wenger...

En este Mundial, el entrenador, como referente totémico del equipo, adquiere toda se dimensión al frente de esas tribus guerreras que son las selecciones, en cuya confección asumen todo el protagonismo. Para bien o para mal, su relevancia no admite discusión. El Vasco Javier Aguirre, por ejemplo, ha conformado un prometedor equipo mexicano.

En cambio, Raymond Domenec —tan odiado en las capillas mediáticas madrileñas, por su doble condición de gabacho y catalán— ha dinamitado a Francia. La amenazante Serbia va unida a Antic; Inglaterra, acabe como acabe, será la de Capello. Y no digamos nada de Maradona y su Argentina; no se entiende la una sin el otro.