En 1997, los ojeadores del Glasgow Rangers sabían que en el humilde pero combativo Perugia había jóvenes jugadores a los que seguir la pista. En aquel equipo despuntaban tipos duros como Materazzi o Lucarelli. A los espías escoceses les gustaba especialmente un delantero, Marco Negri, al que acabarían fichando, pero quien realmente les impresionó fue un aguerrido centrocampista de 19 años, que reñía y corregía con acento calabrés a compañeros que le sacaban diez años de diferencia. Este joven, de nombre Gennaro Ivan Gattuso (Schiavonea, 1978), Rino para los amigos, no destacaba en gestos técnicos pero robaba balones en el centro del campo placando a los rivales, si era necesario. De hecho, hasta dos años antes había sido jugador de rugby internacional en las categorías inferiores de Italia. No lo dudaron, ficharon a Gattuso.

Al principio, Glasgow fue un infierno. A Rino le partía el desarraigo y no se adaptaba a una ciudad donde no entendía el idioma ni por qué la gente cenaba a las seis de la tarde. La aclimatación a la lluviosa ciudad industrial fue más llevadera gracias al «Old Firm», el legendario derby contra el Celtic. Protestantes contra católicos. Partidos que se disputaban con intensidad hasta el último segundo y con estadios siempre llenos de banderas británicas e irlandesas, nunca escocesas. La vida acabó siendo más fácil cuando Gattuso descubrió un restaurante italiano llamado La Rotonda, regentado por Mario y Pina, un amable matrimonio napolitano que residía más de cuarenta años en Escocia. Las tagliatelle de Pina eran insuperables y Gattuso comenzó a frecuentar con tanta asiduidad La Rotonda que incluso en días de partido se fugaba del hotel para comer una buena ración de pasta. Gennaro pasó a ser uno más de la familia. Y no en un sentido metafórico, sino literal. Se casó con Monica, camarera del local e hija de los dueños. Un flechazo con un contexto tan intercultural que parecía sacado de una peli de Ken Loach.

En la educación sentimental que supuso Glasgow, compartir vestuario con un genio tarado como Paul Gascoigne, en el ocaso de su carrera y ya con serios problemas con el alcohol, también sería decisivo. Gazza había estado un tiempo en la Lazio, pero del italiano sólo recordaba ciao, birra y una interesante variedad de parolacce (insultos). Como si se tratara del servicio militar, Paul sometió a Rino a una larga serie de suplicios. Gascoigne le robaba el cepillo de dientes o incluso defecaba dentro de sus medias, ante las carcajadas desdentadas del resto de compañeros. A Gazza tampoco le sentó bien que una mañana Gattuso, tan agresivo en el campo como inocente fuera de él, se atreviera a preguntarle quién era «esa señora anciana» cuyo retrato adornaba el vestuario de los protestantes de Glasgow. «¿Quién es?, ¿una actriz?, ¿la presidenta del club?». La señora en cuestión era, y sigue siendo, Su Majestad la Reina Isabel II, y así se lo hizo saber Gascoigne, agarrándolo del cuello, enfurecido. Superado el castigo baptismal, Gattuso acabó congeniando con Gascoigne, al que definía como «un loco de corazón puro» que en los desplazamientos en autobús se desnudaba y hacía gestos obscenos a escandalizadas viandantes. Una vez Gascoigne acompañó a Gattuso a una lujosa sastrería del centro de Glasgow. Le ordenó escoger un traje. «Ya te lo pagará el club, tranquilo». Rino supo, semanas después, que aquel traje no se lo había comprado el Rangers. Se lo había regalado el entrañable Gazza.

Gattuso regresó a Italia hecho todo un hombre. Después de un breve paso por la Salernitana, recaló en el Milan, el club en el que lo ha ganado absolutamente todo, al igual que con la selección italiana, y donde es adorado por los hinchas. El dinero, el carisma y la fama no han cambiado a Rino. De pequeño los marineros de Schiavonea le regalaban unos cuantos kilos de pescado que vendía en casas y bares. En los mejores días llegaba a recaudar 20.000 liras. Hace un año abrió una pescadería en Milán, invitando a la inauguración a todos sus (incrédulos) compañeros de equipo. Gattuso regresa cada verano a Schiavonea, a su casa. Rehúye de vacaciones exóticas «para no acabar comiendo en el McDonald's de Calcuta». Y allí ha vuelto para digerir la vergonzosa eliminación prematura de la Nazionale en este Mundial, el último de su carrera.

Italia no tiene a Rooney, ni a Iniesta, ni a Kaka, ni a Cristiano. Podría haber tenido, pero Lippi no quiso, a talentos de la talla de Del Piero, Totti, Cassano, Miccoli o Aquilani. Sí tenía, pero se lesionó, a Pirlo. También tenía a Gattuso, alma y temperamento de un equipo crepuscular. Lippi no lo utilizó hasta el decisivo encuentro contra la novata Eslovaquia, y lo tuvo que retirar al medio tiempo por abrirle un boquete en la rodilla a un rival, tener una amarilla y, sobre todo, un gol en contra en el casillero. Un epílogo amargo e imperfecto, tal vez digno de todo un antihéroe como Gattuso.