Cierren los ojos e imagínense la escena. En el banquillo del Valencia, en lugar de Unai Emery, está sentado Jose Mourinho. Con el empate a cero ante el Manchester, su equipo suma cuatro puntos que casi le garantizan la clasificación para la siguiente fase. Resta media hora de partido. Al campo saltan Topal, Ricardo Costa y todo quisqui que pueda echarle una mano a Albelda -que falta le hacía- para amarrar el resultado. Es así como viene actuando Mourinho, colocando tres medios defensivos cuando el Madrid va empatado. El Bernabeu se mosquea, claro, porque no admite esta racanería; Valdano traga saliva, se engulle su filosofía y se come su discurso con patatas. Pero al Madrid no le marcan. Fútbol industrial, lo denominan despectivamente los comentaristas versados, quienes, en cambio, entonan cantos de alegría por la osadía con la que Emery fue la otra noche a por el partido, apostando por Aduriz para reforzar el ataque. A buenas horas, Mourinho se descuelga con estos cambios.

Por contra, hay que agradecerle a Unai su apuesta decidida. Seguramente, con envites como éste, ganará a los que están por debajo y sobre todo, tendrá contento al pueblo de la grada y a las élites de la pluma.

La otra noche, el personal volvió a revivir la liturgia de la Champions y gozó con un partido redondo, entre dos rivales que se desafiaron cara a cara, con un Manchester que está mucho más cuajado que el Valencia, incapaz, otra vez, de doblegar a un contrincante de alto nivel. La asignatura sigue pendiente. Esa es la mala noticia. La buena: el equipo se halla en plena reconstrucción y, por tanto, tiene aún margen de mejora. La gente disfrutó, que para eso está la Champions, para pasarlo en grande. Y cuanto más dure, mejor. Ese es el objetivo. Porque, otra final, algunos corazones no la resistirían. Ya han sufrido la primera descarga con el latigazo de Chicharito, que dejó un poso de inexplicable amargura. Así se las gasta el fútbol. Igual que la vida, como siempre.