La procesión civicorreligiosa de Argentina la encabeza la bandera, la albiceleste que todos respetan y llevan en el alma. Tras ella, la peana con los santos de la parroquia nacional: el general Sanmartin, respetado por todos, Juan Domingo Perón y Evita, adorados por el pueblo, y Diego Armando Maradona idolatrado de manera enfermiza. Él es el paradigma del argentino que se subió al Pan de Azúcar para comprobar como se veía Río sin él. Los argentinos comienzan a pensar que se postula para seleccionador y tal vez le den nueva oportunidad. El cadáver de Evita, embalsamado por el doctor aragonés Pedro Ara, a quien entrevisté en la Residencia de Estudiantes cuando vino a restaurarla, estuvo en un túmulo en salón de la residencia de Perón en la urbanización Puerta de Hierro de Madrid. Era la capilla sixtina del peronismo y hasta ella llegaban los más afines, los peronistas más fervientes y los peregrinos que deseaban adorar a la santa, a la virgen de los descamisados. A la vedette que epató a Carmen Polo cuyos collares de perlas quedaron en pura bisutería al lado de sus ostentosas joyas. Juan Domingo y Evita, su cadáver, fueron recibidos en Argentina de manera triunfal. Ni el Papa. El presidente Héctor José Cámpora, candidato elegido por Perón, y quien lideró la transición para la vuelta de los padres -padre y madre- de la patria, dejó pasó al renovado peronismo en el que los sindicatos se apuñalaban por la espalda. Estela Martínez de Perón, la sucesora, con sus mítines de grandilocuencia vacua cayó con su consejo repleto de filibusteros en el que destacó López Rega.

El país cayó en manos de los milicos, pero Juan Domingo y Evita siguieron siendo intocables para el corazón de quienes seguían creyendo en ellos. Muchos de ellos fueron perseguidos y quienes se radicalizaron fueron tratados como los montoneros. En medio de la dictadura de Jorge Videla, el Mundial que en Munich se había conseguido para Perón, lo disfrutaron los militares. Con ellos llegó a la gloria futbolística, el mayor de los honores, César Menotti, quien se valió de su poder para reclamar, entre otros cosas, que pudiera volver a cantar la "negra Mercedes Sosa".

Y en esto llegó Maradona. Los militares se enzarzaron en la guerra de Las Malvinas que perdieron. El país quedó ensombrecido por ello y en el corazón de los argentinos quedó el deseo de revancha. Para ellos fue mucho más que para los españoles la "Pérfida Albión" eslogan que manejaron los fascistas. Con el triunfo del Mundial del 78 hubo manifestaciones masivas junto al Obelisco. La mayoría de los entusiastas eran desarrapados que ni para adquirir entradas tenían. Pero era el triunfo de Argentina. El peso se devaluaba diariamente, y quienes podían, trataban de salvar los problemas renovando por meses los ingresos en los bancos que daban altos intereses.

Argentina no alcanzó los niveles económicos de antaño ni siquiera con la democracia. Siguió siendo norma que "mientras el argentino duerme, Argentina crece". Pero el mercado de Londres ya no tenía nada que ver con el trigo y la carne. No cotizaban. La pobreza fue a más.

Maradona hizo el nuevo milagro. El santo futbolista, quien incluso en Nápoles había conseguido cambiar las estampas de San Genaro por la suya, se erigió en vengador de la patria. En México, en el Mundial del 86, volvió a ganar su selección. Más no fue el triunfo final lo más celebrado. Argentina se arrodilló ante Maradona, y aún no se ha puesto en pie, tras los dos goles que le marcó a Inglaterra. Y sobre todo, ponderó, exaltó y sacralizó el conseguido con "la mano de Dios". Hizo uno de manera extraordinaria "con el pie del diablo", pero lo que valió más fue que engañara a los malvados ingleses. Maradona soberbio, endiosado, quien comenzó a perder los papeles en Barcelona, era tan caprichoso que aceptó - dicen- pagar dos millones de pesetas por pasar una noche con una conocida artista. Llegó a Madrid en avión particular y en el mismo regresó para estar en el Camp Nou a la hora el entrenamiento. En Nápoles se deslizó definitivamente por la senda de la droga que le condenó como futbolista y lo destrozó como persona. Pero todo le fue perdonado por la mayoría. Publiqué un articulo en el Diario La Nación y en primera página, dedicado a su caída y hubo amigos que me llamaron para reprocharme que me hubiera alineado con quienes habían comenzado a reprocharle sus muchos dislates.

En el Mundial de Estados Unidos, cuando parecía que se había curado, volvió a dar positivo de cocaína y allí se acabaron, teóricamente, sus andanzas futbolísticas. Y no terminaron porque el pueblo volvió a estar con él cuando estuvo a punto de morir por sus problemas cardiacos y la felicidad final fue que el presidente Julio Grondona -eterno dirigente- le diera el mando de la selección. En Suráfrica fracasó. Llegó al Mundial porque el veterano Palermo acertó a marcar el gol de la clasificación.

El problema no es que Argentina pasara sin pena ni gloria por el campeonato, sino que Maradona diera un curso de incongruencias. No hizo bien la selección y el equipo nunca supo a qué jugaba. Parecía que el nuevo traspiés acababa definitivamente con él. Y no es así. Sigue en la peana con Perón y Evita. Argentina está tal vez peor que nunca. Y ni el corralito, ni las ollas colectivas que se guisan en muchos barrios, ni la política de los Kirchner hace creer a los argentinos que sus males provienen de haber creído y seguir creyendo en ídolos con pies de barro. El último en caer tal vez no sea Maradona porque el día menos pensado vuelve a tener mando en plaza. Él y los Perón siguen obrando milagros.