Lo confieso sin ningún rubor. Ingenuo de mi, yo era de los que creían que el Valencia dinamitaba la Liga este domingo. Tenía mis razones: primera, que el Barça no andaba fino; segunda, que su rival venía crecido tras dar un puñetazo sobre la mesa inglesa. Y tercera, que después de casi una década sin mojarle la oreja al equipo blaugrana, la estadística indicaba que ya tocaba darle un disgusto. Además, en ese empeño personal andaba Unai Emery y algunos de sus jugadores-no todos, porque a otros se la traía al pairo-. Para ello contaban con haber hecho un cursillo intensivo en los últimos tiempos, preñados de enfrentamientos entre ambos equipos, en los que, sin haber ganado, el Valencia había ido progresando adecuadamente. Por tanto, era llegado el momento. Además, como futbolero añejo, uno tiende al masoquismo. Y, qué mayor autoflagelación para un antimadridista confeso como yo - ahí tenéis carnaza, muchachos, para arrearme con un Freud en la cabeza- que apechugar con la contradicción de que su equipo del alma lleve en andas un título hasta las vitrinas del Bernabéu.

La contradicción duró lo que Piatti, aparentemente, tardó en agudizarla. Porque con el 0-1, el Barça se apropió del partido y el Valencia desapareció del mapa. Los madridistas de corazón que ya entonaban un definitivo alirón, fueron moderando sus ímpetus. Los que son impostados feligreses de la catedral blanca a falta de parroquia propia en la que rezar, se contuvieron. Los pocos valencianistas que, desmemoriados, aún profesan simpatías por el Madrid como genuino guardián de las esencias hispanas, se fueron encolerizando por el doble disgusto. No hubo color.

Pero para quienes estamos enrolados en las dos cofradía en las que yo me alisto, no todo está perdido. Aún nos queda la esperanza de que un Valencia tocado en su dignidad, saque el orgullo y revitalice la Liga en su próxima visita al Bernabéu. Este curso, ya no le queda otra.