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Gente que vale la pena

Gente que vale la pena

Recuerdo como si fuese hoy el primer día que entré en la redacción de la Avenida del Cid para escuchar de boca del jefe de Deportes que «estaría bien que fueses a Pelayo y después vinieses a escribir la crónica de la final del Trofeo Fallas». Hace casi cuarenta años. Era la primera vez, estoy seguro, que la pilota accedía a una mesa y una máquina de escribir en la redacción de un diario. Fue tanta mi alegría que no se me ha podido olvidar. Comenzó entonces una relación que, en poco tiempo, se convirtió para mí en una amistad inquebrantable, hasta hoy; hasta la eternidad. La vida selecciona momentos y personas. Con ligereza calificamos como amigos a simples conocidos. La amistad es, seguramente, la más excelsa de las relaciones interpersonales porque se basa en una opción de libertad y se cultiva día a día en el más sólido de los fundamentos: la confianza y la lealtad. Yo he tenido el inmenso privilegio de ser amigo de José Vicente Aleixandre Marco. En el plano profesional porque he tenido su confianza plena; porque siempre creyó en mi trabajo y en mi palabra. Porque siempre defendió el sagrado principio de la libertad y de la verdad. Todo lo aprendí de él y todo se lo debo a él. Me enseñó, con el ejemplo diario, que cualquier diferencia de pensamiento está sometida al valor supremo de la verdad. Impregnó en mi tarea diaria el amor por el buen gusto. El periodismo no sólo es contar cosas, es cautivar al lector, atraparle con la belleza de la palabra, con la justicia y con la razón. Sus columnas eran siempre comprometidas con la estructura sintáctica y valientes en la reivindicación o la acusación. José Vicente pertenecía a un tiempo creativo. Un tiempo en el que el periodismo y el periodista eran servidores de la libertad. Se ha marchado cuando lo que le rodea es decadente y sometido a los caprichos de la autoridad. No, efectivamente, Aleixandre no podía acompañar tanta ruindad, tanta superficialidad, tanto cortejo de aduladores de la decadencia. Visto lo visto, aquí ya no había nada que ver que valiese la pena.

Adiós querido amigo. No me ha dado tiempo de darte un último abrazo y agradecerte todo lo que has hecho por mí y por aquello que más quiero. Ni siquiera me has dado tiempo de dedicarte el libro que me has prologado. Perdóname por los dolores de cabeza que te he ocasionado. Gracias por escucharme y acompañarme en los momentos más dolorosos; gracias por respetar las discrepancias. Has sido un amigo fiel. Un tesoro que acabo de perder. Y espérame en ese cielo al que habrá que meter mano en muchas cosas. Espero que allí haya gente que valga la pena y que nos acompañe en esa tarea.

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