Completar los 118 kilómetros del Penyagolosa Trails es una experiencia titánica, extrema, lo más parecido a un viaje al interior de uno mismo. Llegas a conocerte como nunca lo has hecho. Descubres tus miedos pero también toda tu resistencia y fuerza interior. Cuando crees que ya no puedes más y el cuerpo ya no responde porque eres lo más parecido a un zombi, es la mente la que manda, la que te empuja, más allá de lo creíble. Con 5.439 metros de ascenso positivo, después de 25 horas, 20 minutos y 14 segundos, con el frío de dos noches, bajo un sol abrasador por momentos y con las zapatillas mojadas por la lluvia torrencial y el granizo que cayeron sobre el kilómetro 70, al final lo conseguí. Yo y otros 400. Otros 200 no pudieron acabar una prueba que es terrible pero bella. Tengo el cuerpo dolorido, ampollas, dos uñas ennegrecidas que se me caerán en unas horas y la pierna derecha inmóvil, bloqueada, sin poderla siquiera flexionar. Pero llegué.

Salimos en la medianoche del viernes al sábado, en Castelló. He de apuntar que empecé lesionado. Sí, después de meses enteros preparándome para la prueba, noté molestias en la rodilla. Cojeaba ya en la misma línea de salida. Pero al principio, acompañado del resto de corredores, estás tomado por la adrenalina, la excitación de empezar, la ilusión que puede con todo. A los diez kilómetros, la pierna derecha me dolía horrores y pensé en abandonar. Pero ver a toda la gente que salió en Borriol a aplaudirnos, los puntos de avituallamiento y los ánimos que iba recibiendo de familiares y amigos por whatsapp te van dando energía extra. La cabezonería te hace pensar «bueno, aguanto un poco más, a ver cómo llego al siguiente avituallamiento». Te sientas un par de minutos, comes algo (poco, soy vegetariano, casi toda la oferta era carnívora y me alimenté exclusivamente de macarrones con tomate), y vuelves al trote. Con los geles, botellitas de cafeína y un ibuprofeno cada seis horas, para calmar mi pierna derecha, fui tirando.

Hubo momentos terribles. La subida de Benafigos a Culla, de las 7 a las 9 de la mañana, es brutal, de lo más exigente de la carrera. La opción de abandonar volvía a pasar por la cabeza, como una pesadilla cíclica. En trances así es imprescindible, para espantar los fantasmas internos, reforzarte psicológicamente. Escuchas música, vuelves a leer whatsapps y haces amigos durante la carrera. La soledad es uno de los peores enemigos, cuando ya te sientes como un fantasma. Los corredores son súper nobles. Nos ayudamos continuamente entre nosotros. Ya no solo en aspectos técnicos, también en el factor humano.

Vi a tres corredores delante, de unos 50 años, les pedí permiso para unirme a ellos. Estuve corriendo a su ritmo durante 30 kilómetros, hasta los 100. Eran atletas experimentados. Uno de ellos corría un Ultra al mes, otro ya había hecho la mítica prueba del Montblanc y la Transcanaria. Conviví con ellos en los 40 minutos de aguacero y granizo. Y me dieron buenos consejos. Cuando quise cambiarme los calcetines mojados por otros secos, me advirtieron de que si tenía los pies mojados, los calcetines me iban a provocar heridas.

La gasolina escaseaba y les pedí, teniendo que insistirles ante su reiterada negativa, que me desengancharan del grupo. Les estaba perjudicando su marca y me estaba castigando a mí mismo, con un ritmo prohibitivo para mi precario estado.

Los últimos 18 kilómetros fueron los peores momentos de la carrera y de los peores de toda mi vida. No podía avanzar. Era noche cerrada, con frío, ya en el parque natural. En la montaña se escucha con total nitidez hasta el más leve de los ruidos, por lo que el eco de la megafonía en la meta, que estaba a 4 kilómetros, me dio el último aliento. Después de todo, entré en la meta esprintando, adelantando a otros dos compañeros, emocionado de ver a mi novia Cristina y mi amigo Rafa en la meta. Eran las 1:20 de la madrugada. Más de 25 horas. Lo había conseguido. Cuánto dolor y cuánta felicidad.