De la Vega y Pascual todavía estarán preguntándose a estas horas cómo se puede doblar la rodilla después de ver en el electrónico un 9 a 1 y un 30-17 a tu favor, con la meta en el 41. El inspirado saque de Pascual era el motor de aquellas diferencias. Y sin embargo, alguien que sigue a diario el frontón valenciano, y que sabe de lo que va, nos advirtió a tiempo de que hasta el último tercio del duelo nada está escrito; que Pascual, que marcaba diferencias, también se encargaría de recortarlas con alguna doble falta de saque.

Nos habló de cuatro. Fueron ocho. Y casi todas concentradas en esa recta final en la que la presión se apodera de los pelotaris y en la que mantener la templanza y la valentía es dura exigencia para la victoria. Tras el 30 a 17, que es diferencia de trece tantos, se sustituyó la serenidad por la precipitación, y el arrojo por las dudas. Cosas que pasan.

Llegó la mejoría de Lemay, recuperado de sus atropellos iniciales y la pétrea consistencia de un Puchol, dispuesto a dejar clara la existencia de jerarquías, mientras que De la Vega encandilaba con la izquierda pero se olvidaba de las dos paredes. Como acaba de cumplir la mayoría de edad, seguro que tiene mucho tiempo por delante para seguir escalando.

Que a estas horas esté donde está es privilegio que no se recuerda ni en figuras de la talla de Rovellet o Juliet.

Las diferencias se reducían

Las diferencias se consumían. Con el 39/40 salvó Puchol una pelota imposible con la izquierda a un centímetro del segundo bote en uno de los quinces más hermosos. Llegó la igualada a 40. Unos estaban en avanzada, convencidos del milagro; los otros, en retirada, atenazados por la responsabilidad. Ganó quien no falló cuando toca no fallar.

Y esos fueron Puchol II y Lemay. Lo hicieron para ganar. La gente, que llenó a rebosar la instalación, salió satisfecha del espectáculo, pues nada gusta más que un final con remontada e igualada a 40. Todos se habían olvidado de quinces errados, de infantiles fallos, de inspiraciones mezcladas con precipitaciones; quedaba en la retina esa sensación de vértigo, de emoción, esos últimos quinces intensos.

Sólo unos pocos pensaron que se jugó con balines y con balines no hay tiempo para florituras, ni espacio para la magia. La magia fue la voltereta.