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Manolito o barbarie

Las mandarinas hay que comerlas gajo a gajo, porque es de lo poco que nos sigue separando de la barbarie. También guardar cierto decoro ante la muerte, aunque los representantes en el Congreso de la generación más preparada de la Historia no lo consideren así del todo. Los de la nueva política son menos del matiz que de la brocha gorda: hay que tener en cuenta que piensan que el Common People de Pulp no tiene carga ideológica, y cosas por el estilo.

Es duro confiar en la democracia en un país que llama Benzemalo a Benzema, por cierto.

Si verdaderamente se lo proponen, si se ciñen a ese mantra moderno y peligroso de ser uno mismo, estos políticos del presente y del futuro pueden hacer buenos a los que les preceden. Ojo lo que estoy escribiendo, que incluso me turbo por dentro solo de leerlo, y no piensen que exagero. Sé que es difícil, pero es algo que nos ha enseñado el fútbol con frecuencia. Empeorar, ir a peor, es siempre una posibilidad plausible. Ese entrenador que nunca acierta con los cambios, que no se aclara con los planteamientos y que pierde más que gana: solo hace falta que lo despidan y pasen unos años para echarlo de menos. Ocurre con los jugadores, con los dirigentes o con los pesados que molestan en la grada. La vida es una decadencia sin fin: terminarás pensando que no estabas tan mal con ellos.

De joven bullían en mí grandes aspiraciones: ojalá ganar mucho dinero y trabajar menos que la segunda equipación del Villarreal. Pero no, amigos, ni una cosa ni la otra. Mi hija ahora se ha enganchado a la película Manolito Gafotas, tanto que insiste en que me haga camionero y viajemos juntos, codo con codo, durante el verano. Debo reconocer, puestos a trabajar en la prosa, que es tentador el planazo.

El mejor texto futbolístico que he leído en mi vida, mi mayor influencia literaria, es un capítulo de Pobre Manolito, el segundo libro de la saga. Manolito va con su padre y con su abuelo a ver un Madrid-Barcelona. El preparativo de los bocadillos de tortilla por parte de la madre es tan minucioso que uno está convencido de que van al Bernabéu, por lo que la sorpresa es mayúscula cuando entran en realidad en el Bar El Tropezón de Carabanchel [Alto]. A Manolito el fútbol le da igual, pero se esfuerza por integrarse en el ambiente para impresionar a su padre. Por resumir: es un rito iniciático a la vida adulta, asunto serio, y todo va sobre ruedas hasta los postres. El Madrid golea, Manolito se sube al taburete en plena euforia y grita con todas sus fuerzas, grita todo lo alto que puede, grita con tanto entusiasmo que se le empañan los cristales de las gafas: «¡Tres hurras por Romario!».

Yihad, el amigo macarra de Manolito, rompe el silencio en el bar agrediéndole ni mucho ni poco con precisión cirujana. A todos les parece justo. Manolito se lo merece por no saber que Romario juega en el Barcelona. De noche, ya en la cama, el Gafotas halla consuelo en su abuelo, que sabe que el fútbol no es el mejor lugar para un niño, pero sí donde antes aprenderá de qué va la vida ahí fuera.

Ni Galeano ni Hornby ni Kuper ni Panzeri: Elvira Lindo. Ese capítulo lo tiene todo: fútbol y costumbrismo, fútbol y violencia, fútbol como vehículo de aceptación social, fútbol y pasiones descontroladas, fútbol y machismo, fútbol y familia, fútbol y el final de la infancia, fútbol y comunidad, fútbol y sentimiento identitario... Tiene hasta humor, que es algo que en el colegio no te enseñan. Que te puedes reír con un libro, y que el fútbol debería estar para reírse.

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