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El Clan

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Cuando me adoptaron en Diarios de Fútbol, conocí una estirpe de mi misma calaña. Ahorré seguro una pasta en psicólogos, entendí que no estaba solo en este mundo y encontré con quien compartir mis conocidas, recurrentes y futbolísticas neuras. Antonio Agredano era y es uno de esos aliados extraños: poeta, músico, futbolero y vividor, lo tenía y lo tiene todo.

Agredano contó un día una de esas cosas que nunca diste importancia pero siempre estuvieron ahí, una de esas cosas por las que en el fondo merece la pena vivir, una de esas cosas que te dicen y piensas claro, joder, qué bueno, a mí también me pasa, sí.

Agredano explicó un truco para aguantar sin correrte mientras follas: distraer la mente repasando en silencio alineaciones míticas de la historia del fútbol. Es decir, en pleno fragor de la batalla, abrir una ventana en el cerebro y avanzar en orden por el tablero imaginario: Casillas, Ramos, Piqué, Puyol, Capdevila, Busquets... Y si hay suerte llegar incluso a los cambios: primero entró Cesc por Xabi Alonso, luego Navas por Pedro y al final Torres por Villa...

Fin.

n Sin que un asunto tenga que ver con el otro, o sí, la otra noche navegué por uno de mis placeres secretos preferidos: la hemeroteca digital de El País. Me entretuve en un reportaje firmado por Emilio Pérez de Rozas sobre el paso de Diego Armando Maradona por Barcelona, publicado en 1991, cuando el Pelusa andaba por Nápoles. La pieza se titulaba, creo que con poco tino visto lo que se vio después, Mucho sexo y poca droga.

Sin entrar en detalle, me entusiasmó el listado de nombres que formaba el clan del ídolo argentino: el Morsa, el Chino, el Turco y el Ladilla. Me pareció que sin mote allí no eras nadie, me pareció bien, y me pareció sin duda que gente a la que llamaban el Morsa o el Ladilla eran seguro gente de fiar, y que cualquiera hubiese hecho lo que ahí se decía que hizo Maradona: entregarles las llaves de su casa y pagarles la vida padre.

Contaba Pérez de Rozas que un directivo visitó una tarde la casa de Maradona, que había contraído hepatitis B, y andaban preocupados con él. «Me abrió la puerta uno de sus amigos y me hizo pasar», explicaba el directivo, «y, como nadie me hacía caso, pregunté cual era la habitación de Diego en la que esperaba encontrarle descansando. Cual no fue mi sorpresa cuando abrí la puerta y lo encontré desnudo en la cama, junto a Claudia y su perrito chihuahua, viendo una película pornográfica». Le encantaban los vídeos, la carne y la pasta, añade, hostia, y a quién no.

Me gusta pensar en Maradona ahora mismo, o en lo que quede de él, en algún país exótico, siendo moderadamente feliz después de todo y perfeccionando la técnica Agredano para retrasar el final: Pumpido, Brown, Cuciuffo, Ruggeri, Giusti, Burruchaga, Enrique...

Fin.

n Dormir cerca de Maradona, en todo caso, no parece muy recomendable. En Los cuadernos de Valdano [Aguilar, 1997], el típico libro que pillas con 14 años y te descubre una ventana futbolera inimaginable, el propio Jorge Valdano desliza una anécdota al respecto. Ocurrió en la preparación del Mundial de 1990, cuando Valdano peleaba contra su cuerpo para llegar a tiempo y jugar. Una noche de desvelo, porque el dolor no le dejaba dormir, bajó a desayunar antes de hora, y se encontró a Olarticoechea. Valdano se sorprendió y le preguntó por qué no podía dormir. «Mi compañero de habitación es Maradona», le contestó, «mucha responsabilidad. Imagínate si le pasa algo. ¿Qué le digo al mundo?».

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