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Análisis

Sergio, en paz

Sergio, en paz

Para algunas cosas, Castelló es a veces una ciudad demasiado pequeña. Sergio era un chico flacucho que salía de vez en cuando en las páginas locales de futuras estrellas. El golf era eso que nuestros padres, tan británicos en sus filias deportivas, ponían en la tele de un modo solemne, eso a lo que jugábamos en la Sega Master System con el World Class Leaderboard, monumento limpio al vicio de los ocho bits. Sergio irrumpió en nuestras vidas para quedarse en agosto de 1999, en aquella noche calurosa de verano en el pueblo y con el inolvidable tiro imposible en la última vuelta del PGA Championship. Sergio persiguió la bola a saltos felices y entusiastas, adolescente puro, movido por una irreverencia que asombra ahora con perspectiva. Sergio era un crío que desafiaba un mundo adulto, ultracompetitivo y casi enfermo en el culto a lo establecido. Él ni lo sospechará, pero a nosotros nos representaba.

Ahí nos hicimos de Sergio para siempre aunque, como digo, Castelló es a veces y para algunas cosas demasiado pequeña. Todo lo que Sergio era para el resto del mundo, como entendimos al comprobar el infinito respeto que le guardaban nuestros amigos irlandeses del Erasmus, parecía no importar en su propia casa, donde se le consideraba un chulo, un facha, un fracasado o un prepotente. Crecimos entre historias injustas y leyendas urbanas, como si algo de aquello en realidad importara. La dimensión de Sergio superó el cainismo de andar por casa, y no buscó amigos en la prensa provincial porque no los necesitaba. Me parece estupendo. A mis amigos no les pido que ganen un Masters de Augusta para quererlos, y no pido a un campeón del Masters de Augusta que sea mi amigo, o que vote al mismo partido que yo, para admirarlo como deportista.

Así, a contracorriente, acumulamos ilusiones de jueves y fiascos de fin de semana. Justo hace una década los guiris del FIB nos daban el pésame tras aquel putt maldito en el Open Británico. El runrún, la pesada losa de la ausencia del major, se hizo incluso insoportable. No había cuñado que no matizara cualquier triunfo con ese pero. Hiciera lo que hiciera, no servía de nada, era sí, pero le falta el grande, sí, pero al final siempre la caga. Solo él sabrá la carga psicológica que ese estigma, año tras año, ha supuesto porque contra un sambenito no funcionan las razones. Con el tiempo, en paralelo, Sergio fue moldeando cuerpo y mente. Decidió que su vida no podía ser solo golf, porque de ser así al final ni siquiera sería golf. No era una cuestión de desamor sino de supervivencia, porque solo hay que ver su fervor en la Ryder o la predisposición para acudir a los Juegos, para saber que su ambición no la mueve el dinero. Sergio ya no es el de 1999 y nosotros tampoco. Está casi gordo, casi calvo y casi casado. Él ni lo sospechará, pero nos sigue representando.Y asomó el domingo, por fin, el sol tostado y bajo del atardercer en Augusta, y el deseo de gloria barrió la crisis del miedo. Fue emocionante verle competir con esa absoluta grandeza, levantarse tras la mala salida del hoyo 13 que culminaba una catastrófica secuencia. Fue emocionante verle Ganar. Sí, en mayúscula, Ga-nar. Sergio llegó a base de talento y valor más allá de lo que humanamente se le podía exigir, y el golf le recompensó con algo más que un Masters de Augusta. Sergio conquistó su primer major en un duelo titánico con Justin Rose, historia instantánea y brillante del golf, pero ganó algo más importante: ahora sabe que vivirá y morirá en paz consigo mismo.

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