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Los que nunca se rinden

Los que nunca se rinden

Como cada sábado han acudido al precioso trinquet de galotxa, para disputar la décima jornada en la competición señera de la especialidad: el Trofeo El Corte Inglés. No han ganado ni una sola partida. Todo han sido derrotas, pero ellos acuden fieles a la cita. Apenas media docena de espectadores les acompañarán en las gradas. No hay más. A nadie le gusta ir a ver derrotas del equipo del pueblo.

-¿Ganaremos aunque sean tres juegos?-pregunta un aficionado.

- ¡Esta tarde vamos a ganar!-, responde el más entusiasta del equipo. Y el espectador sonríe y piensa para sus adentros que eso es un imposible metafísico. Se enfrentan al líder de la segunda categoría, un equipo más joven y con más calidad. Pero agradece ese impulso competitivo, ese valor de no rendirse, ese determinante deseo de victoria. La partida sorprende a casi todos. El equipo que ocupa la última plaza de la clasificación transforma el entusiasmo en golpes de ensueño, se crece y se crece y llega a poner en el marcador un 60 a 55 a su favor a un total de 70. Puede ser la hazaña de la temporada.

Por fin se han oído ovaciones y gritos de ánimo. El sueño se desvanece en la recta final. Y una nueva derrota, aunque menos dolorosa, se suma al «récord» del club. En el vestuario, tras la ducha, se oyen nuevas voces de ánimo: «podemos hacer un equipo de tercera competitivo. Vamos a seguir en la brecha los tres juntos?». Y el espectador escucha emocionado esas palabras?

Atrás quedaron tiempos de triunfos del club; de llenos a rebosar en la cancha; de un pueblo volcado con sus éxitos. Ya nadie se acuerda. Ni siquiera aquellos que recibieron honores, que tuvieron el privilegio de alzar trofeos, se acercan al trinquete, o simplemente preguntan. Eso suele ser de lo más normal en cualquiera de los pueblos y los clubes. Han resistido aquellos que, en aquellos tiempos, eran los «segundones», los anónimos a los que había que proporcionar pelotas sabiendo que no aportarían glorias al club, ni al pueblo; aquellos que jugaban cuando les tocaba el turno, siempre después de los «grandes».

Y el viejo aficionado que luchó en su juventud por este deporte piensa que justamente esos entusiastas anónimos que hay en cada pueblo, que nunca pensaron en ser figuras, ni como aficionados, ni como profesionales; que jugaron por el más puro de los valores del deporte son los verdaderamente grandes, los que sin esperar el más humilde de los regalos, como puede ser una victoria en toda la competición, una sola victoria, acuden cada sábado, sin faltar al compromiso con el deporte que aman. Ellos son los que tienen en su pecho la más alta de las distinciones, aquella que podría decir: «nunca se rindió».

Honradamente, ¿no son éstos los auténticos campeones?

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