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Padres del fútbol

Padres del fútbol

S alí en la tele y me vio gente que hacía tiempo que no me veía. «Estás viejo y gordo», me dijeron, algo que agradecí profundamente porque vivo en una casa sin espejos, sin reloj y sin calendario, y no me había percatado en absoluto. Desde aquí pido que me avisen también si me quedo calvo, no vaya a ir un día despistado a la peluquería y tengamos un disgusto.

Gastamos en el presente ajeno una exigencia curiosa que se evapora rápido con el pasado propio. La distancia y la nostalgia todo lo validan. Leí en La Nación una entrevista al Mono Navarro Montoya, y el portero regaló un titular memorable: «Yo fui el mejor arquero del mundo». Lo dijo el Mono totalmente en serio, lo juro, pese a ser conocido en Europa por bajar a Segunda con Extremadura, Mérida y Tenerife de manera consecutiva, y aunque todos pensáramos en el fondo que igual se refería a que tenía un arco en casa y lanzaba flechas con gran precisión, o cómo, mejor arquero del mundo.

Me acaba de llegar Hijos del fútbol (Lince, 2017), uno de esos escasos libros que cumple en su interior lo que promete en la contraportada. En este caso el libro lo ha escrito Galder Reguera y la frase de la contraportada la firma Juan Tallón: «Antes o después, Galder Reguera escribirá un libro sobre fútbol que nos dejará callados». A Galder aprovecho para comentarle que se ha quedado calvo, como el aviso sincero que yo espero de él en un futuro no muy lejano, y que me alegro que haya escrito por fin el libro que todos sabíamos que llevaba dentro. Siendo justos, él ya había escrito un capazo de libros de modo colateral sin necesidad de darle a la tecla, porque muchos nos consideramos hijos bastardos de esa manera tan suya de explicar el deporte, deudores de esos puntos de vista tan de nadie más, desde que lo descubrimos en Diarios de Fútbol.

Gracias a Galder conocí además a Enric González, hace unos años, en uno de esos episodios deliciosos que organiza el Athletic Club en Thinking Football. Ahí emergió el Galder detallista, porque había advertido sobre mí en la previa para amortiguar el impacto: «Este es el chaval del que te hablé, el que fue a Londres, buscó la casa en la que vivías cuando eras corresponsal e hizo allí un par de fotos». Por la cara que puso Enric doy por hecho que sigue en vigor una lógica orden de alejamiento.

Todos somos hijos del fútbol y poco a poco muchos somos también padres del fútbol. Somos mucho más hijos que padres, todavía, pero escribimos mucho más como padres que como hijos, lo que no deja de tener un punto absurdo. Con mi padre, del que envidio la relación tan sana y liviana que tiene con el fútbol, me pasó algo que hasta hoy nunca he escrito. Él me abrió la puerta a la pelota, la teoría y la práctica, y las fases finales que recuerdo con más nitidez las viví de su mano. También las que no recuerdo, porque en algún armario están medio destrozados los álbumes del Mundial 86 y de la Eurocopa 88, de cuando yo era un preescolar enano. Las eliminaciones de la selección en el 90, en el 94, en el 96 y en el 98, en 2000 y 2002, y en 2004 y en 2006, todas ellas las vi en el sofá de casa, con él quitando hierro al asunto, conmigo hundido, y a la vez creyéndome muy listo.

Pero cuando llegó la Euro de 2008 ocurrió una casualidad cualquiera: mi novia bailaba en el teatro el día del partido de cuartos, así que tuve que salir corriendo para ver la prórroga y los penaltis en una colla de unos amigos. Aún no sé muy bien por qué, por alguna superstición estúpida seguro, decidí ver la semifinal y la final en el mismo sitio. Recuerdo que mi padre preguntó mínimamente si vería la final en casa, y yo dije que la vería fuera como si no importara, porque en realidad creía que no importaba, aunque ahora vea que quizá sí importaba. España ganó el torneo que jamás pensamos que ganaría y ahora me gustaría haberlo visto con él al lado, aunque no nos hubiésemos dicho nada, como casi siempre sucedía. Luego cuando la selección aumentó la apuesta en el Mundial de 2010 yo ya vivía en otro mundo, como en 2012.

No vi con mi padre esa final que de algún modo siento que debía haber visto, y no volverá más ese día. Es algo que pienso de vez en cuando, sin dramitas, pero con una tristeza tibia y mía.

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