Suena el despertador y no importa la hora que sea, que la alarma del teléfono me ofrece gentil la opción de aplazar lo de salir de la cama. Yo aplazo sin dudarlo, porque que un teléfono utilice un verbo tan bonito como aplazar merece una correspondencia de altura. Aplazo y aplazo y vuelvo a aplazar, de diez minutos más en diez minutos más, y termino durmiendo a plazos más tiempo que en el sueño anterior y supuestamente largo, haciéndole una llave de judo a mi hijo para inmovilizarlo y que siga en la cama. Aplazar el momento de salir de la cama se ha convertido en mi nuevo y principal vicio. Reúne todos los requisitos para cuajar: es barato, siempre estuvo ahí medrando en mi interior, insinuándose en las debilidades, ha emergido ahora de una manera casual y estúpida y sé que me traerá problemas a largo plazo, aunque de momento solo presente bondades y me lo pueda permitir, que algo bueno debía tener lo del periodismo deportivo, lo de no madrugar apenas.

De aplazo en aplazo, además, me vienen los mejores sueños. Son píldoras dignas de sit com, ensoñaciones breves que suelo recordar luego despierto. La última semana tuvo de todo e incluyó los grandes clásicos: en un sueño tenía que volver al instituto a hacer selectividad, en otro a mi equipo lo eliminaban del play-off, y en el más angustioso me quedaba sin pelo y se me caían los dientes mientras masticaba. Lo mejor de estos sueños es el después. Valoras la normalidad, en plan no me espera un gran día pero al menos no tengo que volver a selectividad, mi equipo todavía está vivo y aún me quedan pelos en la cabeza y dientes en la boca, ni tan mal. La crueldad de la cultura del aplazamiento es la reincidencia. Juro que cada noche estoy convencidísimo de que al día siguiente no haré caso a la propuesta de aplazar, absolutamente convencidísimo. Pero llega el momento y aplazo y aplazo y vuelvo a aplazar. No se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo, pero sí te puedes engañar a ti mismo todo lo que haga falta. Este año iba a vivir el fútbol de una manera sana. Este año iba a pasar de gastarme dinero en el álbum del Mundial. Este año escribiría las columnas con tiempo. Este año íbamos a ser una familia normal. Lo de ponernos en serio con la vida. Eso también lo seguimos aplazando.

De chaval me preguntaba a menudo de dónde salía toda esa gente que ve Supervivientes, que saca una oposición, que baila en las bodas, que inicia y lidera la conga incluso, que piensa que los amistosos de selecciones merecen la pena, que dice que en el fútbol no existe la suerte. Luego vas creciendo y te vas dando cuenta de que salen de tu propio círculo de amigos, y los tienes que querer igual. Hasta te llega a parecer correcto. Hasta tú te conviertes en alguno de ellos. Todos esos momentos ridículos que permanecen en los archivadores polvorientos de la memoria. Todas esas vergüenzas inaudibles que se nos presentan frescas y a traición en el hoy de vez en cuando. Todas esas toneladas de hastío que nos empujan a seguir en la cama. Todo eso somos nosotros.

Uno nunca es lo suficientemente viejo para asumir que hay cosas que ya nunca hará: tener un grupo de música, vivir en el extranjero, jugar un Mundial de fútbol, salir con una novia italiana, ser olímpico en un deporte absurdo y con un país pequeñito, tener otra vida en definitiva. Cosas que alguna vez parecieron una posibilidad y que ahora son cada vez más lejanas. Cuando mi mujer me echa la bronca por algo pienso que tiene razón, pero que sonaría mucho mejor todo eso en italiano.De chaval me preguntaba también qué pasaría al convertir mi afición en mi trabajo, porque si sale mal te quedas sin afición y sin trabajo. Dice Villoro que uno va al estadio a tomarse vacaciones de sí mismo. Lo mío es peor: me voy de vacaciones para tomar vacaciones del estadio, y de mí mismo.