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¿Selecciones o clubes?

¿Selecciones o clubes?

El Mundial es como lo de ver fútbol en el río; que se hace muy de tanto en tanto para que no aburra. A falta de calidad hay otros atractivos, tanto en Rusia como enfrente del Pont de Fusta. Y es que sonroja escuchar a aquellos que necesitan que todo sea lo más de lo más, como si el adjetivo superlativo fuera la única razón de nuestras vidas. Y no, no ha sido un gran Mundial ni, mucho menos, el mejor de la historia. La ausencia de perspectiva es enemiga de la razón; la falta de templanza, un camino firme a la desmesura. En realidad tal vez en nuestro tiempo -sólo tal vez- el fútbol de selecciones no dé para más. El de clubes es el que mueve el negocio cada semana. Y las pasiones. El otro apenas alcanza para poder entrenar un poco e improvisar un equipo donde había un agregado de estrellas -de escasa luz, en muchos casos-, algo muy complicado.

De ahí el mérito de Didier Deschamps, por ejemplo, y el éxito de Francia -el combinado más africano de la 2ª fase-, fruto de la sorprendente integración -e implicación- de un grupo al que hace cuatro días se acusaba de no cantar la Marsellesa. Están, sin duda, un punto por encima de todos los demás. O sea que, a pesar de la ironía del amigo y colega Enrique Ballester («El futuro del fútbol está en África»), aquí tenemos finalmente aquella revolución, en forma de mestizaje de migrantes, con poderío, talento y criterio.

Más allá de las pasiones patrióticas, del exotismo o del color en las gradas, fútbol en Rusia se ha visto poco, según afirman los entendidos, y a muchos combinados se les han trasparentado las costuras: Inglaterra o Croacia, por ejemplo, han alcanzado semifinal y final a años luz de la Holanda de Cruyff, pese a los comentaristas españoles, entusiasmados con Kane y Modric como si fuesen chavales abriendo sobres de cromos a la puerta de un quiosco. Rusia, Suecia o Uruguay llegaron a cuartos sólo con casta y con un fútbol limitadísimo. Etcétera.

El fútbol de clubes, con sus competiciones domésticas y continentales, es otra cosa: proyectos de un año -mínimo- que buscan compactar plantillas, compensando virtudes y carencias para sacar lo mejor de cada integrante; generar conexiones y complicidades sobre el césped, para atacar o defender; jugar con precisión; con la estrategia y la disposición táctica como piedras angulares; con la jerarquía muy definida y efectiva; con el entrenador como arquitecto de la victoria y el éxito y no como un mero seleccionador?

En el Mundial todo es rudimentario en la mayoría de los partidos: que no te marquen y dejar al destino la posibilidad de un latigazo que te dé la victoria. Envío esta columna antes de conocer el desenlace de la final de ayer por la tarde. La improbable victoria de Croacia representaría, precisamente, el éxito del espíritu colectivo por encima del fútbol. Podría pasar y, sin embargo, hace días que pienso que un equipo trabajado de nuestra Liga como el Llevant de López -o el Eibar o el Leganés- podría vencer a Croacia. No, la Copa del Mundo no es la cúspide del fútbol mundial, ni mucho menos. Aunque lo parezca por la pasión con que se celebra, por los índices de audiencia o por el revuelo diplomático y social. Normal, por otra parte: el gol y la nación son conceptos demasiado populares como para que, combinados, no sean una receta imbatible de éxito. O de fracaso.

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