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De derbis, cumpleaños, unicornios y metafísica

De derbis, cumpleaños, unicornios y metafísica

U na cosa que hago mucho es andar como si supiera adónde voy, una postura vital especialmente ridícula en ciudades ajenas a mi conocimiento. Aunque vaya tan perdido como un turista porque soy en realidad un turista, lo importante es andar con paso decidido, como si recorriera el camino al colegio de toda la vida, como si bajara del trabajo a la calle para comprar el mejor café del barrio. En una ciudad de esas que no es la mía, el otro sábado conocí a Jacinto Elá. Con 13 años le nombraron mejor futbolista del mundo. Yo con 13 años pensaba que si comía y cagaba al mismo tiempo mi cuerpo implosionaría, y moriría en ese exacto momento.

Mi hija Delia cumple siete. De un tiempo a esta parte al salir del cole canturrea una coplilla medio bélica e inquietante. «En el cielo manda Dios / en el mar, los marineros / en los campos españoles / Segundo A, los campeones / Segundo B, los perdedores». Las barras bravas tienen mucho que aprender de la clase de mi hija.

El River-Boca, que a estas horas de mediodía dominical aún no estoy seguro de que se termine jugando, ha servido para comprobar lo fácil que es despreciar los sentimientos y las pasiones ajenas. Están locos estos romanos. Todos los derbis nos parecen estúpidos menos el nuestro, como todas las banderas, los himnos o eso que llaman patrias. Todos son gilipollas menos nosotros. Todas las rivalidades ajenas nos parecen impostadas y solo lo vemos de lejos, pero algo hay de eso. Con frecuencia uno se hace de un equipo un poco de casualidad y a partir de esa epifanía infantil se construye un mundo de relaciones, filias y fobias que marcan para siempre.

A posteriori, además, y esto es lo más cansino, fabricamos un cuerpo teórico para justificar por qué somos de un equipo y no de otro, casi siempre con conexiones sociales, políticas o identitarias. Incluso abundan majaras que piensan que ser de Segundo A y no de Segundo B les hace mejores personas. A menudo es mucho más simple. De niño te haces de un equipo porque sí, porque está cerca de casa o porque gana, igual que te gusta una canción porque sí, y ya está, aunque haya quien exija explicaciones intensas para todo. Ser de Segundo A y no de Segundo B depende de la letra inicial de tu apellido o de la asignatura optativa del montón que hayan elegido tus padres. Ese movimiento ligero determinará después asuntos más profundos. De esa letra dependerán tus amistades. De esa letra dependerá tu vida en los derbis que mejor recuerdo, todavía hoy, los que medían el honor limpio e infantil contra la clase de enfrente, los derbis de la escuela elemental y básica.

Mi hija cumple siete años y conviene escucharla siempre. «La gente no cree en los unicornios», me dijo, esperando el ascensor, «y como la gente no cree en los unicornios, los unicornios no aparecen». Sigo pensándolo. Me tiene loco con la metafísica.

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