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Lo básico

Lo básico

Se da en el fútbol de vez en cuando un tipo de historia que me encanta. Es un poco la Cenicienta de la pelota: un ojeador que va a un partido a fichar a un futbolista, pero se enamora de otro que no conocía y lo acaba fichando. Me gusta esa historia porque la cuentan solo cuando tiene final feliz, me gusta porque de algún modo me siento identificado. No por supuesto con el que desoye al representante de turno y hace caso a su criterio y a su conciencia, y acierta. No por supuesto con el futbolista que finalmente fichan, y luego triunfa. Me siento identificado con el pobre tipo que iban a fichar y no fichan, que lo descartan y se queda para siempre olvidado, que seguro que detalla esa historia décadas después en la barra de algún bar, claramente trastornado, y los chavales le rehuyen la mirada algo asustados.

En el fútbol a menudo lo mejor y la verdad no están donde te lo habían contado. La otra tarde fuimos en familia al museo. Había cosas para niños y cosas para adultos. Mis hijos primero no querían entrar y luego no se querían ir: lo típico. Estuvimos un buen rato. Al salir le pregunté a mi hija qué era lo que más le había gustado. No lo dudó ni un segundo. «¡El ascensor!», gritó, «¡el ascensor!» Y era verdad. Era un ascensor bien guapo. De vez en cuando basta con apreciar lo básico.

A mí me ofrecen ahora ser entrenador de un equipo y digo que no, aunque sea grande. Diría que no porque me estoy quedando calvo y mis amigos verían desde su asiento de tribuna cómo avanza la alopecia alrededor de mi coronilla, un asunto grave, que estaría yo en el área técnica pensando en las fotos que me harían desde arriba, que son muy cabrones mis amigos, que no les puedo dar esa satisfacción a mis amigos.

Los que tenemos un concepto difuso de la especie humana, tirando a bajo, los que no creemos en nada, los que dudamos con todo, valoramos sobre todo una virtud de los entrenadores, la de ser capaces de convencer sin fisuras a un grupo de jugadores. Eso es lo básico para cualquier entrenador y cualquier equipo. Da igual si es para jugar bonito o feo, si es para hacer el bien o el mal en la Tierra, lo asombroso es la convicción. Dan hasta miedo, casi, esos equipos que tienen un plan, creen tanto en él y saben cómo hacerlo. Da casi miedo el individuo sometido a la idea, sea cual sea. Pero funciona. La gente solo necesita algo en lo que creer. Necesita esos límites. Es la paradoja: se siente libre si está atado.

Con el tiempo, si pierdes la fe, lo difícil es estar convencido de algo. Iñigo me contó hace poco una entrevista a Irvine Welsh, que decía envidiar mucho a los adolescentes porque van por la vida con las cosas bien claras y dando lecciones, a pesar de no tener ni puta idea de nada. Yo echo de menos un poco eso, a pesar de ser a veces tertuliano, que es parecido, y recuerdo a la vez que de adolescente me apetecía ser de algún modo lo que se supone que soy ahora: adulto, padre, marido, redactor, esas cosas. Cuando me agobio me lo repito a mí mismo, y también cuando me canso del fútbol. Tío, que te pagan por ir a ver partidos, que te pagan por contarlos. Que mi hija no se cree que esto sea un trabajo. De vez en cuando basta con apreciar lo básico.

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