E l sábado se nos juntó el fútbol con el festival de Eurovisión. Tampoco aprecié mucha diferencia. Estoy aprendiendo que todos los aficionados funcionamos parecido. En Eurovisión un año toca decir que al siguiente hay que llevar una balada, algo serio, y al siguiente pedir diversión, algo movido. Un año apuntan que convendría una letra en inglés, para ganar, y otro que no, que la lengua propia nos hace distintos. Todos saben lo que conviene, pero lo saben por supuesto a posteriori. Lo mismo pasa en el fútbol con el mío y con cualquier otro equipo. En el fútbol un año toca decir que al siguiente hay que fichar un entrenador amante del juego ofensivo, que con el de ahora no se juega a nada, con el de ahora nos aburrimos, y al siguiente pedir menos lírica, pedir uno pragmático y defensivo, que para espectáculo ya está el circo. Un año apuntan que la cantera no sirve, no vale para ganar, y otro que no, que ya está bien de mercenarios que no sienten el escudo, que siempre lo mismo. Es el fútbol, es Eurovisión y es la vida. La angustia indeleble. Querer lo que no se tiene. Hasta que se tiene. Ganar casi nunca. Pedir siempre.

En Eurovisión, en este país y como en los debates políticos en televisión, ganan siempre los que no van. Es mejor no ir que ir, como en los equipos que no funcionan, que se echa de menos a los que no juegan. Hasta que juegan. En una cosa Eurovisión es mejor: no ha pasado ni siquiera un día y ya no recuerdo quién ganó. En el fútbol hay resultados que duran toda una vida. Hay derrotas que se enquistan mínimo hasta la siguiente revancha, y a veces hay que esperar un verano, o todo un año, o te mueres antes, o media vida. De bajar o no bajar en estas semanas diabólicas, de subir o no subir depende un cacho grande de felicidad próxima. Este verano, cada vez que no podamos dormir por el calor, cada vez que despertemos y enfilemos el camino hacia la nevera, cada vez que veamos una pelota en la piscina, recordaremos qué pasó estas semanas, si ganamos o perdimos, si bajamos o nos salvamos, si subimos o la cagamos. Cada vez. Todo el verano.

Es bastante absurdo, pero es. Si limas la coraza de cualquier hincha, no tardas en encontrar la primera capa de sufrimiento. Y como la pasión es irracional, también es incontrolable. A veces da rabia. Ayer bajé a la calle a por un café y hacía una tarde espléndida, moderada, ilustrada: había sol y había sombra, el cielo era azul cielo y las nubes eran blanco nube, los árboles eran verdes plastidecor y la gente fluía en cadencia feliz. La tarde era para abrazarla, pura primavera febril, pero algo por dentro se moría en mí, algo que me impedía acercarme siquiera a un estado así. La tarde era luz y yo era sombra. Yo solo podía pensar qué combinación de resultados le convenía el domingo a mi equipo para no bajar, fantaseando con goles, paradas y entradillas de crónica. Yo sufría esa tara que se llama fútbol. La rutina de la angustia indeleble.