«No escucho el toc, toc, toc cuando la tocáis con la bota. El toc, toc, toc significa que le habéis dado con el interior, por lo que hay juego colectivo ¡¿Por qué sigo sin escuchar el toc, toc, toc?!». En el pequeño campo Camille Fournier, en Évian-les-Bains, los jugadores del Valencia se miraban extrañados ante la meticulosidad que empleaba en cada detalle Marcelino García Toral (Careñes, 1965). Su nuevo técnico, además, les había dividido el terreno de juego con tiras elásticas, formando cuadrantes para que cada uno de ellos supiera cuál era su lugar en el campo. Marcelino lo tenía claro. El dominio del espacio sería el origen del equilibrio en el campo, del orden colectivo que fortalecería a un equipo con la autoestima arrasada, para arraigar una identidad bajo los parámetros del 4-4-2. Un dibujo innegociable en cada uno de sus equipos pero que además casaba, a su juicio, con los valores clásicos de contragolpe y velocidad que habían distinguido las mejores épocas de Mestalla.

Una simple ojeada al legado que deja Marcelino en el Valencia incita a pensar en una obra casi milagrosa. Del colapso de la posición 12 con riesgo de descenso a dos cuartas plazas seguidas y la conquista de la Copa ante el Barça de Leo Messi. Más que un prodigio, la recuperación blanquinegra fue una tarea artesanal, un back to basics ejecutado con una obsesión casi enfermiza en el detalle. Donde había dominado el caos con cuerpos técnicos y estilos en continua variación, instaló hábitos y rutinas en organización del trabajo, alimentación, descanso y unas directrices tácticas sagradas. Una plantilla desmotivada se refugiaba en la claridad de ideas de su técnico y se liberaba bajo su liderazgo, y quedaba convertida en una familia preparada para volver a competir. «Este equipo será el fruto del respeto al trabajo», confesaba a Levante-EMV Jaume Doménech, desde aquella concentración francesa en julio de 2017.

El siguiente paso fue tantear líderes que destacasen en esa orquesta colectiva. Marcelino reclamaba un futbolista que fuera su proyección. «Si no nos lo da el mercado, lo buscaremos en el equipo». Ni la tesorería era boyante, ni el proyecto en los años anteriores desprendía la credibilidad para seducir a futbolistas tan determinantes. En ausencia de fichajes, ese rol recayó en Daniel Parejo Muñoz. El centrocampista madrileño, que solo un año antes había llegado a estar apartado y repudiado desde el mismo club en la pretemporada de Marlow, ejercía improvisadamente como portavoz de las peticiones del equipo ante el cuerpo técnico. Un gesto que Marcelino interpretó como una muestra de compromiso que hizo que Parejo recuperase el brazalete perdido.

«Hay que dejarles volar»

El entrenador se fijó en otro futbolista con un rendimiento muy inferior a su capacidad, como Rodrigo Moreno, para ser la referencia de calidad dentro de ese bloque compacto con tanta obediencia táctica. «En el repliegue todos saben qué deben hacer. En ataque, si os fijáis, a Rodrigo le dejamos que tenga más movilidad, que se atreva», confesaba a los enviados especiales. No fue casual que los primeros dos jugadores que dedicaran mensajes de solidaridad con Marcelino ante su extemporánea destitución fuesen, precisamente, Parejo y Rodrigo, además de Gayà, cuyas carreras se han visto transformadas al coincidir con el entrenador asturiano hasta el punto de llegar a la selección. Los tres fueron titulares en el último partido de la Roja, un objetivo que ni imaginaban hace solo tres años. «No les toqué ninguna tecla. El entrenador debe conocer a sus jugadores y dejarles volar».

Sobre esas bases, y con los fichajes de otros futbolistas necesitados de reivindicarse tras haber perdido protagonismo en clubes de primer orden, caso de Guedes (PSG), Paulista (Arsenal), Kondogbia (Inter) o Neto (Juventus), el «Marcelinato» empezó a rodar con un apetito competitivo feroz, que muy pronto encontró el calor de los resultados. Consciente de los problemas que, en clubes anteriores, había mantenido con pesos pesados del Sevilla o Villarreal, Marcelino podó el vestuario de jugadores potencialmente problemáticos, como Enzo Pérez o Diego Alves, o más tarde con Simone Zaza. El respeto interno del vestuario también se lo ganó con la rotunda defensa hacia un código, el de la meritocracia, que para Marcelino no admitía discusión: «La justicia con los jugadores condiciona todas mis decisiones. Si veo a un futbolista entrenar bien, debo darle minutos, no debo derrotar a nadie en el camino». La honestidad con ese principio ha sido uno de los puntos de fricción con Peter Lim, que en su decisión de intervenir más activamente este verano en la configuración de la plantilla amenazaba el delicado hábitat que tanto había costado que creciese. El vacío de liderazgo en un club muy tocado tras el bienio 2015-17 ayudó a que la influencia de Marcelino aumentase casi sin oposición, con poder en fichajes de jugadores con los que ya había coincidido o para crear un cuerpo técnico que llegó a 25 efectivos de su confianza. Esas también fueron señales que generaron desconfianza en Singapur.

Marcelino ha sido consecuente con su manera de entender la gestión de un equipo hasta el final. No se ha plegado a debates populares de cierta efervescencia, como el de colocar a Carlos Soler por el medio, a Guedes como delantero o dar más minutos a Kang In Lee, recordando su responsabilidad formativa cuando el joven coreano acababa de llegar a la mayoría de edad. Salvo raras excepciones, que no salieron bien, tampoco retocó su 4-4-2 ni su manera de entender la emoción futbolística. «Me gusta que el aficionado vibre, no dar 60 pases en zonas inocuas», destacaba en mayo de 2018 a este periódico, en una entrevista de una hora que se prolongó otra hora más, ya sin micrófonos, para hablar de fútbol. Marcelino, que no recuerda cuál fue la última vez que fue a un cine ni cuál fue el último libro que leyó que no tuviese que ver con el fútbol, transpiraba devoción por el juego: métodos, jugadores, Sacchi, Benítez, Sarri o un Klopp al que, pese a los desencuentros personales, admira profundamente como técnico.

Su inflexibilidad fue criticada cuando los resultados no acompañaban, aunque no perdió el favor de la grada. Fue esa fe ciega en sus ideas, en unos rectos valores puestos en práctica desde que dirigía al Lealtad de Villaviciosa, los que por insistencia, acabaron por remontar el vuelo hasta conseguir la Copa. La gesta de Sevilla y la incondicionalidad de la plantilla no han sido argumentos suficientes para que Lim, acostumbrado al culto empresarial asiático de adoración al líder, le perdonase el pulso público de otro autodestructivo verano de Mestalla.